sábado, 12 de marzo de 2016

Entre lo fantástico y lo normal







Desde aquellos años de estudio en que su tutor le aconsejara que debía ir al psicólogo, en más de una ocasión el viejo alumno se ha dicho si acaso el profesor aquel no estuviera en lo cierto, y anduviera el joven, hoy ya mayor, falto un poco de cordura. O tal vez no.

El discípulo no es que ocasionara conflicto alguno entre sus compañeros y superiores, quebrantara el reglamento, o tuviera cualquier otro altercado que motivara su expulsión del centro; al contrario, su trato era respetuoso. Eso sí: parco, un tanto huraño, y no muy dado a la palabrería. Al estudiante le cansaba el lenguaje. No sabemos si ya de joven padeciera problemas de audición o autismo que le hicieran sentir aversión al mundo oral, conversaciones que le pudieran resultar un tanto ininteligibles y onerosas.

Nuestro sujeto, más que solazarse en las tertulias y juegos que sus amigos siempre tienen en danza, prefiere en los ratos libres y recreos entregarse a la lectura. Todo aquello que tiene que ver con el hablar, le cuesta. Él más bien se entretiene con los personajes de las novelas que lee. En Rojo y Negro de Stenddal se identifica con un contradictorio Julien Sorel rodeado de amores tumultuosos. En Memorias de un loco vive con Flaubert un mundo imaginario a su medida frente a la hipocresía y el formulismo del medio donde la bola del destino lo tiene anclado. Nuestro esquivo protagonista se encuentra solo en un planeta numerosamente habitado. Y en el ensimismamiento de la lectura se siente en cambio a sí mismo como un ser comunicativo en medio de todo el mundo. Frente a la pusilanimidad, el aburrimiento y la simulación puritana de unas costumbres ramplonas, nuestro joven se recrea con el vibrante realismo de Balzac, Emile Zola, Dostieveski, Dickens. Otras veces se refugia en su diario, donde cuenta sus experiencias, resume películas que ve en tardes de pellas, anota impresiones, e incluso se atreve a opinar de lo que no conoce contra todo aquello que le resulta insoportable en aquel rebaño de gente ñoña y acomodaticia. E incluso, para huir de sí mismo, se adentra en su mundo interior y construye otra realidad que le sea más favorable.

Tal vez el tutor, al notar en nuestro sujeto un cierto solipsismo, y para que el muchacho se abra a una relación más fluida y saludable, le diga y amoneste ahora que si su comportamiento huidizo no mejora, el próximo curso no será admitido en aquella institución en la que se prepara, precisamente, para ser un buen comunicador.

Por supuesto nuestro elemento no fue a especialista alguno. En aquel tiempo la psicología como ciencia era poco conocida. Y si en raras ocasiones esta rama del conocimiento terapéutico era esgrimida contra algunos jóvenes díscolos que rompían el canon de la normalidad, el único motivo de rectores y profesores que la proponían, era mantener a la tropa bien alineada. La discordancia, la divergencia y el espíritu crítico eran desacatos a la Regla.
Obedientia tutior. El que obedece no se equivoca -le dice el tutor arriba mencionado, señalando con el dedo índice de su mano maestra a la mente del discípulo cabizbajo. 
Cuidar la salud mental -como se dice hoy- era un lujo al alcance de pocos, y menos de nuestro sujeto, hijo de padres que apenas el sueldo llegaba para sacar adelante a la chiquillería de hermanos que allá habían quedado en el pueblo esperando el favor de alguna otra mujer rica y devota como la viuda de Codorniu quien a este pobre fámulo le había caído en suerte favoreciéndole con generosos estipendios.

El estudiante aquel de los años atrás, tildado entonces por sus superiores de sujeto un tanto anormal y diferente, hoy agradece las palabras de Samanta Schweblin:
Tal vez vivimos en el espacio de lo fantástico y de la anormalidad. Yo trato de buscar alguna normalidad. Me interesa el concepto de normalidad, pero, la normalidad para mi, es un punto inexistente. En cada individuo, hay un oscilar entre el aislamiento y el relacionamiento, entre la locura y lo normal, entre lo real y lo irreal.

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