jueves, 10 de marzo de 2016

Corintios 2:9




Nunca antes oí la voz humana y cualquier sonido extraño y nuevo que se entrometa con el silencio solemne de estas soledades ensoñadas me ofende el oído y parece una nota en falso. (El diario de Adán y Eva. Mark Twain)

Aquellos que dijeron que ella estaba mal, tullida y sorda como una tapia o embobada, estaban equivocados. También dijeron que su amigo, con la edad se había convertido en un caracol misántropo. Más viejos, ariscos y desmemoriados ellos estaban que la piedra que matara a Goliat. Todos estaban ciegos y sordos a la nueva realidad en la que ella a gusto estaba, en el terruño que el destino y la jubilación por sinfonía le deparara.

Ella quería contarle a su amigo no sé que cosa. Y como tenía dificultad en desplazarse, unos parientes la llevaron a casa del amigo. Tal vez ese algo que ella quería decirle a su amigo fuese un pretexto. Verle quería tan sólo, antes de que la mácula del tiempo, yunque de ensordecedores silencios, emborronara y quebrara aquel tiempo feliz que a los dos la música y el trabajo los uniera. Se vieron.

En la entrada de la casa del amigo, en un viejo artilugio de madera aún cuelgan aquellas palabras que años atrás ella le regalara:
No tanques la porta
No rodes la clau
No pases el forrellat
Ni la balda
Y la cadena... per terra
per a qui entre qui vulga
per a viure y conviure
Desde entonces el amigo llama alarma a la tabla que labrara con las frases, el pasador y las llaves que ella le diera aquel día. Si no quieres que te quiten nada, compártelo todo. También guarda este amigo el manuscrito que los dos transcribieran: un repertorio de canciones infantiles recogido de la tradición, del recuerdo de padres y abuelos, y rescatado así mismo de la boca de unos niños como gorriones sobre la flor de la avena. Libro al que titularon A la pitiflor, otra manera de hacer saber a los maestros que la letra con música entra.

Ella está sorda, lo mismo que su amigo. Pero los dos se oyen de maravilla. Y lo que es más, se entienden y se sienten.

Le cuenta ella ahora al amigo que la otra tarde, en la misma ambulancia que junto con otros pacientes regresaba a su domicilio, después de haber estado cuatro horas conectada a la máquina que le limpia los riñones, quedó completamente feliz:
Escuché una música jamás oída. Era tan bonica que no pude ocultar mi alegría ante los compañeros. Por su gesto extraño advertí que ellos no oían nada. Y viniendo como venía la melodía del exterior recreándolo todo, dejé de mostrar satisfacción alguna para no ser considerada como una tonta. 
El amigo, al ver a ella absorbida por la dulzura de aquellas notas, le insiste que trate ahora de tatarear, de definir, de recordar, pon nombre al menos -le dice- a lo que tan sublime oíste para poder yo así también deleitarme. Ella sólo acierta a decir al amigo:
Cosas que jamás oído alguno oyera.

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