jueves, 17 de marzo de 2016

A mí me parió mi hijo





De cómo el hoy deteriorado resulta hermoso si se combina con el recuerdo de tiempos felices vividos atrás con afecto y rodeado del cariño de los tuyos.

Pero hoy el hombre, -día del padre-, está sobre el catre desarmado, arrepentido de sus errores, con su cabeza doblada cual un lechal y su paternidad por el suelo. Con ojos húmedos rehuye los descascarillados, la pintura de la pared bufada que ensucia al caer el ángulo del pavimento. El padre no está para gaitas ni onomásticas, recuentos ni celebraciones. El polvo y sus pelusas cubren el tedioso cristal del aparador y el retrato del unigénito. Los pañuelos, las camisas y calcetines, desdoblados como ratas, asoman sus orejas entre las rendijas de los cajones del dormitorio desolado del hijo. El padre se toca la frente y en una de las arrugas siente la muerte del hijo. No es que su hijo muriera; aunque para él, desde aquel día que la cerradura de la casa quedara rota por aquel portazo, el hijo y él, los dos están muertos. Una discusión tonta por el incumplimiento de la hora de la retirada del hijo un sábado de madrugada. Y una pregunta en el paréntesis de la curvatura de su entrecejo cuestionado:
¿Podría haber sido otra mi vida en circunstancias distintas?
Desde entonces, el hijo no ha regresado a casa. El padre, orgulloso, tampoco sale a buscarlo. Tras aquella bronca, quedó noqueado, se dejó caer en su sillón, el lugar preferente-preferido del hogar cabe el calor de la cocina. Y todo se vino abajo. Ya no volvieron a calentar las rajas de olivera en la chimenea, ni a brotar los vinagrillos por los ribazos de la huerta. Hay cosas que pasan, no porque así lo dispongamos, sino porque la ira, el odio, la vergüenza coloca al diablo dentro de nosotros y hace que seamos realmente unos asesinos, unos parricidas. Los gorriones ya no vuelan ni pian. El campo está yermo, la higuera seca. Ya no corre el agua por las acequias. Dos años y tres meses que ocurrió aquello. Y el padre sigue tumbado en el viejo jergón de sus recuerdos mal traídos. La vida, ese rosario de cuentas fallidas mal llevado y dolorido.
¿Cómo pude perder los estribos? -dice para sí atormentado el padre en esta mañana de marzo que ve la flor del albaricoquero asomar por la ventana.
Provocó de tal manera el padre al hijo, que éste último por respeto se fue de casa. El hijo sintió miedo, mucho miedo, miedo, no del padre, sino de sí mismo. Si aquella escena volviera a repetirse, si el hijo de nuevo sintiera el bofetón del padre sobre su dignidad humillada, no podría contenerse, se abalanzaría contra su progenitor, y allí mismo le machacaría el cráneo. Y así, para no quebrar el precepto natural del amor filial, el hijo decide no regresar a casa. Y es tanta su rabia y el portazo y el deseo de matar al padre, que el portón de la entrada, desde entonces para siempre quedó bloqueado, la casa resquebrajada y el padre cabizbajo y confundido, tumbado en el sofá abollado por el peso de tanta pena concentrada.

Y el mismo espanto y dolor que sintió el hijo al abandonar la casa, es el que siente ahora un padre frustrado por no haber sabido controlar las riendas de aquel potro audaz y valiente. Y es ahora, a través de la mañana, cuando ve una abeja sobre el sonreír de las flores del naranjo. Y el hombre le dice al hijo que todavía lleva dentro de sí:
¡Lo que me gustaría hacer las paces contigo, poder deshacer el destino! Volvería a ser tu padre. Tu serías mi hijo. Un padre no puede renunciar a su hijo. No porque sea imposible, (no hay vástago que no se sustente de la cepa que lo alimenta), sino porque mi corazón no lo aguantaría.
Y percibe el padre en la ausencia del hijo un acercamiento. Todos somos responsables de la conducta del otro. El resultado de la ecuación padre e hijo depende de los factores de la formulación del problema. Y continúa el padre ahora más animado:
Cierto. Mi paternidad hizo posible tu nacimiento, pero a mí me engendraste tú, hijo mío.

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