jueves, 7 de enero de 2016

Tuve un sueño




Tuve un sueño. Y en nada de lo que soñé encontré luego coherencia alguna. La lógica de los sueños anda escasa cual la misma evidencia, que al ser muy simple y delgada, la mayoría de las veces se nos muestra incomprensible.

La tarde antes, acababa de ver Interstellar, la peli de Christopher Nolan: el hambre y la sequía ponen en peligro la supervivencia de la Tierra. Urge encontrar un lugar sustituto para la especie humana. A través de un agujero negro, un grupo de exploradores intentan llegar a otro planeta. Además, hacía tan sólo quince días que habíamos enterrado a una buena amiga, a quien, por no provocarla en su actual estado, para mí, aún desconocido, no la citaré aquí por su verdadero nombre. La llamaré simplemente Nous, en honor a esa facultad por la que, según los platónicos, al margen del discurso de la razón, los humanos tenemos acceso al conocimiento inmediato de la realidad.

Tal vez mi sueño se alimentara de estas dos vivencias dormidas: la muerte de Nous, (el no saber su paradero), y ese mundo del universo lleno de posibles incógnitas en el que el film me tuvo absorbido durante más de dos horas.

He aquí el sueño:

Estaba yo en compañía de unos amigos en una especie de cochera en los sótanos de mi casa. Este bajo lo utilizábamos como almacén, garaje, trastero y también como lugar de reunión, cuando la masiva asistencia así lo requería. Celebrábamos algo, ignoro el motivo. La fiesta iba fatal. Faltaba de todo. El ambiente tampoco era de lo más guay. Recuerdo que quise preparar un café. Una serie de inconvenientes me lo impidieron. No encontraba la toma de red para enchufar la cafetera. De haberlo hecho, de nada hubiera valido, los cables no disponían de sus clavijas correspondientes. Sin embargo, poco antes había funcionado. El café desparramado por el suelo así lo evidenciaba. Lamparones de humedad oscura se filtraban por las grietas de los azulejos de la cocina. Aquello parecía más un antro fiesta en medio de un corral de gallinas. Y al no poder preparar el café, se me ocurrió, para animar de alguna manera la velada, ofrecer a mis amigos algún refrigerio. Pero ni siquiera encontré una botella de licor o refresco. En el frigo, la cubitera también estaba vacía. Oí que alguien dijo: ¡cómo se le ocurre a este hombre convidarnos sin tener lo necesario para una fiesta! Y me dispuse a remediar el desaguisado aquel.

Me acerqué a la casa de Nous, al igual que lo hiciera la madre de aquel palestino en las bodas de Canaán. Por cierto ella vivía, sin yo saberlo, a continuación del bajo donde estábamos. Entre su estancia y la mía no había linde alguno. Eso sí, en el mismo instante de franquear su propiedad, me sentí a mí mismo como un ser extraño en aquella otra realidad, ignorando cuál de los dos alojamientos era el más acorde con mi existencia.

Nous, a pesar de haber muerto semanas antes, se dispuso a socorrerme. Vi asomar su beatífica cara llena de serenidad y ciencia. Desplegó su cuerpo como un escapista del armario donde se encontraba. La recuerdo como un globo deshinchado que de pronto vuelve a tomar su plena forma. Y de las mismas lejas donde como un ovillo acurrucada estaba, empezó a sacar las botellas de bebida que yo precisaba. También me proporcionó un canastillo lleno de canapés y pastelillos. Y antes de entregármelo todo con esa unción, generosidad y parsimonia propia de una vestal del templo de los dioses, apartó una cabecera azul bordada de estrellas que protegía las bebidas y los bocadillos que allí tenía guardados.

Llevaba un vestido azul claro a juego con la almohada, cerrado por delante. El último botón, al tenerlo desabrochado, me permitió ver en sus muslos algo reluciente, como unos granos tersos, enormes a punto de reventar y desintegrarse en el aire. Lo achaqué a su enfermedad. O tal vez el inflado de aquellos granos, como aerostáticos, la hiciera cobijarse en la parte más alta del armario. Luego yo saqué de allí a Nous como pude. La cogí como hacen los recién casados en su primera noche de boda, alcé su frágil cuerpo sobre mis brazos cual una novia, y la deposité con sumo cuidado sobre la misma cama, donde días antes yo la había visto agonizante. Recuerdo que aquella vez me dijo algo que no entendí. Su voz era muy débil. Y este no entender sus últimas palabras, cuando, aún viva, vine a verla a su casa que no era ésta, pesaron en mí como una deuda, un desplante hecho al vislumbre, como un desacato a la mismísima trascendencia moribunda. Esta vez creí que Nous me diría aquello que días pasados yo no entendiera. Pero no, no me dijo nada. Y aún sigo sin saber lo que me dijo. Y vivo hoy la ausencia de aquellas palabras como la sabia respuesta a mis sempiternas dudas. Quienes sí hablaron, fueron dos mujeres viejas ataviadas con mantones negros y un pañuelo del mismo color sobre sus cabezas. Aguardaban sentadas allí cual dos marujas alrededor de la cama de Nous. Pero para hablar no tuvieron que proferir palabra alguna, pues yo con sólo ver su semblante, oí que decían. ¡Milagro, milagro. Nous está viva!

Después yo volví con mis amigos al lugar de la fiesta. Y ya no sé, si debido a mi asombro, aunque sé que en los sueños no hay lugar para ello, (pues allí todo es admiración y sorpresa), me vine sin despedirme de Nous. La fiesta ya era otra cosa, el ambiente había pasado de aburrido a ser de lo más divertido. Quise interrumpir el jolgorio y disculparme ante todos. Intenté agasajar a los presentes con las bebidas y la bandeja de alfajor, suspiros y mantecados que me diera Nous la resucitada. Voces de protesta me lo impidieron. En realidad nada ya necesitaban, estando como estaba el personal disfrutando entre bailes y canciones. En ese momento una cuadrilla de aguilanderos de Barranda amenizaba la fiesta. Y vi a Nous con su vestido azul bailando con el mismísimo Michael Caine el de la peli de Christopher Nolan.

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