domingo, 10 de enero de 2016

Mi hermano Mario




Me llamo Fran. Mario es mi hermano menor. No somos mellizos por los pelos. Nos llevamos tan sólo el tiempo que va del relámpago al trueno. Cuando él vino al mundo, mis padres, tan atareados estaban con sus cosas, que apenas se dieron cuenta. Tampoco me echaron a mí mucho en falta que digamos. Fui yo el que más bien cargué con la presencia de Mario. Mi hermano siempre va conmigo. Seguro que si lo dejara solo, no podría sobrevivir, desaparecería como la llama de una vela a la intemperie. Soy el mayor por edad, pero no por el trato que recibo. Cuando no es mi padre, es mi madre. Todas las culpas son para mí. Las culpas, y los recados. Que si Fran, baja la basura. ¡Fran, que no se te olvide llevarle a la abuela las pastillas del mareo! Fran, esta tarde al salir de clase pásate por la panadería… Incluso la abuela, la que más debería saber que sólo soy un niño, no para de recordarme que ya no tengo edad para estar todo el día en la calle como un zángano jugando al tranco, que debería ayudar a mi padre en la serrería, acompañar a mi madre al mercado. Dice que a su hija María ya le cuesta subir el carro de la compra por la cuesta de la calle de Abajo, la que va a la del Paso. Exactamente en el número 4 de esta misma calle, vivimos nosotros, en el tercer piso B del bloque de viviendas protegidas que patrocinó, allá por la década de los cincuenta, la diputación, cuando era su Presidente don Agustín Virgili Quintanilla.

Abuela no para de sermonearme: Tu padre no puede acarrear él solo los troncos, bajar al foso de la sierra ya le resulta pesado. Ya es hora, Fran, de que vayas aprendiendo su oficio, si no quieres que tu padre pierda un dedo en la circular. La infancia de mi abuela debió ser muy dura para para retar al destino de manera tan cruel ¡Como si yo fuera el que acelerara las ruedas del tiempo! Yo le replico: abuela, no le meta usted prisa al tiempo. Lo mío ahora son los amigos, la escuela, completar el álbum de la liga, mis partidas a las chapas en la Placeta de san Cayetano. Y así, todos los días, dale que te pego. Cuando no es mi abuela, es mi padre; cuando no es mi padre, es mi madre; cuando no es mi madre, es Perico de los palotes. El único que no se mete conmigo es mi hermano Mario. Lo quiero un montón, como si lo hubiera parido. Más que quererlo, lo añoro, lo necesito para jugar con él en las tardes de lluvia, en mis largas horas de aburrimiento. El caso es que todas las broncas son para mí. Estoy hasta las pelotas –diría yo; pero soy tan sólo un crío de ocho años que, para amainar sus furias no debería recurrir a palabras tan duras. En cambio, con mi hermano Mario nadie se mete. Bueno nadie, no. Porque yo bien que cargo contra él. El otro día sin ir más lejos, madre echó en falta de su monedero la calderilla que el carnicero le devolvió, tras comprar un cuarto de libra de esas morcillas de cebolla que tanto gustan a padre. No llegarían a más de cincuenta céntimos, lo justo para ir yo a comprar enseguida en el quiosco del Cachiporra el último número del Guerrero del Antifaz. Por más que yo me defendiera de las acusaciones de madre, diciéndole que yo no había sido, que había sido Mario, no valieron mis excusas. No empieces ya, Fran con tus historias. Ahora mismo te vas a tu cuarto. Y te quedarás allí sin salir a la calle –me dijo malhumorada. Menos mal que Mario, al momento, vino conmigo a la habitación. Estuvimos los dos leyendo cuentos toda la tarde, hasta que mamá me levantó el castigo. Mario siempre está a mi lado en mis ratos malos. En cambio siempre lo inculpo de mis diabluras. Él es mi escudo cuando las iras de los demás se ensañan contra mí. Sin ir más lejos, la otra noche Mario y yo nos quedamos a dormir en casa de la abuela. Me meé en la cama. A la mañana siguiente la abuela me dijo: a tu edad, Fran, ya deberías tener más cuidado y no mojar las sábanas. Y antes de que terminara ella de hablar, ya estaba yo incriminando a mi hermano: Ha sido Mario, abuela. Mi abuela cada vez que yo nombro a Mario, mira para otro lado, como si Mario no fuera también nieto suyo.

Cuando estoy solo porque mis amigos me han dejado plantado, Mario siempre me compaña. Cuando estoy triste, porque Sigrid la novia del Capitán Trueno no me hace caso, mi hermano siempre acude a mi lado. Nunca me falla. Por ejemplo, el sábado pasado un carro cargado de tablones esperaba en la puerta de la serrería. Un carpintero le había encargado a mi padre que los cortara y alienara a una cierta medida para el artesonado de una almazara que están construyendo a las afueras del pueblo. Yo estaba en el tejado esperando que algún pájaro picara en el cepo que acababa de poner, cuando oí los gritos de madre que me llamaban a que fuera a ayudar a padre. Tanto era mi embeleso por ver atrapado a algún gorrión en la trampa, que le supliqué a Fran que bajara él y que ayudara a padre en mi lugar.

Mario es mi alivio, es mi excusa, mi sustituto. Siempre lo tengo a mano. Puedo contar con él en cualquier momento. Si tuviera que enumerar de las trifulcas y rapapolvos de las que me ha librado, no acabaría nunca. Le estoy muy agradecido.

Pero como todo lo que empieza acaba, a estas alturas del relato, supongo que los lectores ya se habrán dado cuenta de que Mario es fruto de una invención mía, una estratagema para eludir la responsabilidad que los mayores tratan de cargar sobre mis espaldas débiles y ligeras. Necesitaba escaparme de las broncas de mis padres, de mi abuela, de los deberes de la escuela, de la soledad de ser hijo único, de lo poco que soy tenido en cuenta por Sigrid, por Zoraida, la amiga del Guerrero del Antifaz cuando paso a su lado por las páginas de mis tebeos.

Creo que estoy creciendo muy deprisa. O tal vez quiera desprenderme ya de los sueños de mi infancia. Al menos eso creí yo hasta ayer mismo. Estaba subido como acostumbro en el tejado del bloque de las cincuenta viviendas de Virgili, viendo como se apareaban las nubes. Y oí por el patio de luces que me llamaba madre:
Pero Fran, ¡cuántas veces  tengo que decirte que bajes! Acaba de venir tu hermano Mario y no quiere irse sin saludarte.



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