sábado, 2 de enero de 2016

Concierto de año nuevo



Me pareció el quince recién consumido un vivir desparejo allá en la edad de piedra: aquellos días en los que los grilletes del calendario, encadenado me retuvieron en el pasado. El tiempo transcurrió sin sustancia, sólo a base de telarañas y recuerdos. El dolor de las horas pesó sobre el presente en un sin vivir vivido. Y así en lugar de haber sembrado panes y estrellas, resplandores y alboradas, transité por el año fenecido, atascado en cada una de las letras de la palabra desterrado. Avancé pues entonces desubicado, más hacia la caverna del ocaso, en vez de regresar a este futuro ajado de un concierto de año nuevo.

Y tras la resaca familiar y agonizante del día anterior, me despertó el impoluto tocado de los músicos de la Filarmónica de Viena. Y en medio de la concurrencia bien comida y complacida, bajo las perlas de la falsa alegría de las luminarias del Musikverein, el oro de los metales, el barnizado de los instrumentos de madera, la manicura estilizada de la joven del arpa, el gris formal de las corbatas de los hombres, el apagado y largo vestir de las mujeres en minoría, la lujosa techumbre, rica en frisos, cariátides y angelitos pintados de lujuria mundanal y etérea, allí me vi tan abrumado por el aroma de orquídeas muertas, que me sentí como un friqui exiliado en otro nuevo año bobalicón, banal y ombligofágico en el que sólo tenían entrada los centum cuadraginta signati guapos de la biblia.

Los timbales, el violín, los bailarines, los manirenitos niños cantores sin pecado concebidos y hasta el bendito director de Maris Jahnsonss me impulsaron a coger la batuta de mi lápiz y dejar aquí constancia de que la música no siempre es la mejor herramienta de futuro, sobre todo si ésta viene, con apariencia de frescura y belleza, de la mano de imaginación tan floral y dulzona como complaciente y descomprometida.

Y fue entonces, cuando una diminuta araña se paró  precisamente en los términos frescura y belleza. El bichito en desacuerdo con ellos empezó a devorar estas dos palabras. Y mientras la araña emborronaba con sus patas la estólida pulcritud de los vocablos, a mi recuerdo vinieron aquellos versos de Antonio M. Figueras en Nadie pierde siempre:
He visto a muchos héroes
pasar las tardes muertas
por el cementerio de Arlington.
Y sólo me conformo
con descansar los ojos
por debajo de la cintura
del tiempo.
Me ocurrió como aquella otra vez cuando, después de morir mis padres, fui a la Azulada donde nací. Y me sentí perdido por las calles de un pueblo tan conocido para mí como ignorado.


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