martes, 29 de diciembre de 2015

No me lo explico



En aquel invierno de un 20 de diciembre, acababa de yo hacerme unos pinchos en las brasas del fuego, que desde primeras horas de la mañana había encendido para abrigar mis huesos enteleridos y expectantes, una vez más, de un sueño: que ganaran los de abajo. Humeante y oloroso el plato con trocitos de cerdo adobado me esperaba ya en la mesa. A su lado: una buena ensalada de col polvoreada con sal y pimentón; y el porrón de vino, un caldo de tres años de la bodega del Pipa.

Con insistencia rítmica y atolondrada sonó el timbre de la puerta. Tengo por costumbre no espantar a nadie que tenga a bien presentarse en mi casa, ya sean los testigos de Jehová, el cobrador del frac o el lucero del alba. Y aunque de mal humor, por tener que posponer tan sabroso almuerzo, me dispuse a dar acogida al desconocido aquel, que en hora tan inoportuna como hambrienta, vino a visitarme aquel día.

No soy hombre de telediarios, ni lector de periódicos, tampoco se me da muy bien los caretos de famosos, futbolistas o políticos. Tan sólo una vez tuve que aprenderme el nombre del mandamás de nuestra Región. Por aquellas fechas, para poder seguir ejerciendo mi trabajo como calienta sillas de las oficinas del paro, me obligaron a memorizar el patronímico, enumerar el grupo sanguíneo, vida y milagros, así como distinguir el sonriente y acaudalado rostro del Presidente de nuestra Comunidad Autónoma frente a otros más honestos y creíbles. Hasta tuve que pintar de azul el mapa de la Región de Murcia por activa y por pasiva no sé cuántas veces ni por cuanto tiempo.

Ramón Luís Valcárcel lo llevé yo grabado en mi cerebro como un forúnculo. En mis largos años de parado sin subsidio, fui su verbal epígono. Hace de ello muchos lustros. En mi recuerdo, sus gafas de refinado intelectual camuflado, su foto de pasquín electoral, su aire adinerado andaban por mis neuronas desdibujadas. Tal vez por ello, no lo reconocí a primera vista. El ex-presidente, al oler el tufo de los pinchos de mi cocina, no pudo resistirse. Luego supe por el Pajarito-punto-es, del sempiterno espíritu charcutero de este hombre, cuya ilusión desde niño, siempre fue la de trabajar coco a codo con chorizos.

Lo que sucedería después, fácil es de suponer. Ramón Luís, (o Pedro Antonio Sánchez, Martínez-Pujalte o Alberto Garre), que para el caso es lo mismo, se presentó ante mí como un inspector oficial de carne de matadero. Y con la excusa de un análisis veterinario requerido, me requisó lo que yo a tan gusto quería degustar aquel día: una simple ensalada de col. Y como en aquella otra ocasión, que me obligaron a retener el nombre de nuestro Presidente en mi memoria esquiva, de nuevo otra vez más, y muy a pesar mío, me volví a quedar sin mi lugareño almuerzo: dos pobres tragos de vino y un escueto pincho de carne a la brasa. No me lo explico como pude ser tan ingenuo. Y conmigo, el total del cuarenta por ciento de los votos que fueron a parar a corte tan inculpada como choricera.

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