lunes, 8 de junio de 2015

Tu prima






La casa de la abuela huele a menta, a tortas con miel, a higos y almendras, el mismo sabor de las meriendas con las que antaño os regalaba. Desde la sala donde los dos primos amistosamente charláis, tus ojos se dirigen al dormitorio. Ella lo nota, agradece tu mirada como una insinuación cómplice a su ardiente deseo.
¡Bastó cromar un poco el niquelado de sus barrotes para que quedara completamente nueva. Ahí la ves, como quien dice sin estrenar.
Han pasado más de veinte años. Recuerdas ahora la primera sacudida de tu corazón, aquella forma nueva de latir, también sin estrenar, en la que una turbación agridulce te hizo cerrar los ojos de gusto delante de tu prima, cuando apenas tenías seis años. Estabais los dos escondidos debajo de esta misma cama. Tu abuela os buscaba por toda la casa, mientras que vosotros, en el silencio de su dormitorio, jugabais “al médico mudo”. Tu prima, más desenvuelta, hacía de doctora, auscultaba minuciosamente tu cuerpo enfermo, tendido boca arriba sobre el frío suelo, tomaba tu tensión, te ponía el termómetro, palpaba tu garganta, contaba uno por uno los latidos de tu corazón, mimaba tus muslos, tus corvas,... te bajaba los pantalones y con una suavidad aterciopelada te ponía una inyección en el culo. Tú, recuerdas ahora lo que nunca llegaste a sentir, el tierno tacto aterciopelado de un manojo de amapolas sobre tu carne dudosa.

Os sentáis en la cama. Tú llevas un libro que al azar has cogido. Siempre encuentras una excusa para sentirte ocupado cuando alguien te necesita. Tu prima tiene sus manos libres, su corazón destapado y sus piernas entreabiertas. Se suelta el pelo y deja la cinta que lo prende en la mesa, junto a las amapolas: tú notas como su mirar callado se enciende del color vivo de las flores y se estrella apasionado sobre tus ojos que huyen.
¿Te acuerdas de aquel gallo que había en el corral de la casa de la abuela?
Tu prima te lo describe tal como si lo estuvieras viendo, con su ahuecamiento de alas, sus lujuriosas cabriolas, su kikirikí campanero, un gallo alto, azul y rojo, con su cresta empinada al aire de un soleado corral.
Sí, un gallo arrogante, furioso. Le tenía un miedo horrible. Nada más verme se me tiraba....
Tu prima con atrevido afecto te quita ahora con delicadeza el libro de tus manos, lo deja sobre la mesita de noche. Del cauce de sus pechos en flor mana un reguero de perfume azulado, tus narices sordas no huelen.
Lo hice por ti. No comprendo cómo una niña como yo, pudo demostrar tanto valor. Cogí el hacha y le partí el cuello.
Con sus ojos se cuelga toda entera de tu cuerpo, ardiente y tímida, acaricia tus manos, tu cara... y tú notas sobrecogido su deseo.
Nunca me lo agradeciste.
Ella aún espera. A ti se te hace imposible agradecer algo que no quieres revivir: un gallo con convulsiones espasmódicas, encharcado de sangre, un corral de mierda, sus alas apagadas, su cola encogida...

Tu prima insiste, quiere que la estreches entre tus brazos, aquí mismo, en la cama plateada de la abuela, ... Tú, acorralado, no tienes más remedio que hablarle de tus dudas.

Tu prima escucha y cierra sus ojos con rabia. Entristecida, tarda unos instantes en abrirlos. Te mira directamente a los ojos, no como tú, que cuando hablas pareces mirar a las musarañas. Y la oyes:
El amor está más allá de nuestro sexo, más allá de nuestra consanguinidad. El sexo está en tu cerebro y no en tu anatomía. El sexo es una química, una palpitación osmótica, una combustión eléctrica en la que cada uno de nosotros se hace del elemento que le falta, ¿qué es la vida? sino esta tensión entre ser y poseer, dar y recibir, conocer lo desconocido del otro, su misterio escondido. El sexo decae cuando la imaginación se apaga. El sexo, primo, está en la mente y depende del color de nuestros pensamientos, del suave o intenso azul de nuestra pasión. El verdadero amor no tiene por qué detenerse ante la composición biológica de un determinado cromosoma, la concha de una almeja, la anatomía de un destino, el estuche de un alfanje.
La escuchas amablemente, pero la conversación, no sabes por qué, te desagrada, no quieres que nadie te despoje, que se convierta en tu propia voz, .... Y cambias de tercio:
Nuestra abuela tenía también una enorme pasión por los gatos. ¡Su loca manía de desmochar a los mininos cuando nacían, a todos los dejaba con el rabo chato, como brevas sin pezón. Los cogía cariñosamente y con cuidado extraía el rabo de sus cuerpos. Luego, con sal, vinagre y ceniza hacía un mejunje que servía para cicatrizarles la herida, decía que, para cebarlos y hacerlos más vistosos.

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