jueves, 4 de junio de 2015

Noche clara




Tuvo la suerte ayer de compartir la mañana con el club de lectura de la Once de Murcia. Aprendió un montón de todos ellos. Las palabras de los miembros de este taller de lectura, vestidas con sus mejores galas, revolotearon llenas de sentido ante la ventana de su despertar escéptico. Palabras, hasta hoy para él podridas y enceladas, nacidas de ojos ensimismados y ciegos, le revelaron desnudas el verdadero discurso del lenguaje. Que personas faltas de visión tuvieran el don de hacerle oír y ver, mejor que cualquier otro afamado académico de la Lengua, la película del mundo que se proyectaba sobre la pantalla de la cueva sorda de sus penumbras, fue todo un misterio. Misterioso contrasentido. La paradoja como paradigma de la vida. Mirar y ver no es lo mismo. Los ciegos ven lo que los demás a mirar sólo alcanzan. Lo esencial es invisible a los ojos.

Sabía él de la edad de las palabras, que unas nacían y morían según a la Rae le apeteciera, sabía él de las mentiras de frases hechas y demás floripondios literarios, sabía él de la distorsión de las imágenes, que no siempre se corresponden con su mirada, pero no sabía lo que esconden las palabras hasta que no supo de su color, del aroma del verbo lúcido que brota como agua clara de la fuente viva de unos ojos apagados. Oscura lucidez.

El arco iris de sus dulces voces nacidas de sus invidentes ojos, de la bella paz de sus caras y luminosas bocas, al tocar con su cálido frescor el duro conducto de sus oídos enmudecidos, encendió las luminarias del caos de su universo íntimo. Traslúcida ceguera. Y no menos nítida sordera.

Luego sobrevendría la orgía, el festín compartido entre vinos, morteruelos y postres de fruta. Entonces comprendió el hombre que, desde la soledad de unos ojos que miran ausentes y atentos hacia dentro, es posible escuchar la melodía, armoniosamente desatada en un cosmos orquestado, en el que las sombras, el silencio y la noche son inseparables de la luz estrellada del placer de los días.

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