sábado, 13 de junio de 2015

La vecina encinta





Catorce años hace ya que las alas del viento de un día de otoño aciago agitaron alocadamente las cabezas de un hombre de ojos atronadores y de una mujer de corazón torcido. El hombre era más bien un cuerpo sin alma y la mujer una pobre trastornada mental. Vivían ambos como matrimonio corriente y comedido en un barrio periférico de una gran ciudad donde la confusión y el hacinamiento proliferan como lo hacen los escarabajos en la humedad de las alcantarillas.

La mujer, desesperada por no tener un hijo que su carne estéril le negaba o porque el hombre no bien la preñaba, se moría de envidia, cada vez que, desde su terraza, veía en el patio de la casa contigua, a su vecina tomar el grávido sol con su barriga cada día más pronunciada, fruto de su feliz emparejamiento con un hombre mucho mayor que ella. Tan sólo hacía siete meses y medio que la joven vecina había sido tomada en matrimonio por este buen hombre, pero al parecer bastante desentendido de los pormenores del embarazo de su señora, ya que andaba todo el día fuera de casa con su carreta de mulas transportando hasta los topes cal viva y piedras de canto para el arreglo de caminos y veredas por los pueblos de alrededor. 

El abultamiento del vientre de la vecina día a día iba a más. La locura de la mujer de corazón torcido iba también en progresivo aumento. Sin dejarse ver, tras la persiana de cañas de su azotea, ésta no cesaba de espiar ni un momento a su vecina encinta. Era tal la obsesión que por su gestación sentía, tal era el apego y la intranquilidad que por la embarazada mostraba, que llegó incluso a sufrir en su barriga los malestares propios del estado de su vecina. Los antojos, los vómitos, las sacudidas y mareos, más los padecía ella en su cuerpo marchito, que la recién casada en su fresca y predestinada carne. El hombre de ojos atronadores llegó hasta decirle un día:
 ¿Mujer, no estarás tú también embarazada? 
Las palabras del hombre sin alma iluminaron como rayo destructor la también torcida mente de la mujer. Los dos en complicidad perversa se miraron y sin mediar palabra, hombre y mujer, se pusieron de acuerdo en su perversa maquinación. Luego pronto vinieron los simulacros: se abastecieron de fajas asfixiantes, pañales enredadores, compraron un moisés ricamente engalanado con encajes de medias lunas como alfanjes, elaboraron un pequeño andador con viejas incrustaciones zodiacales de plata, tejieron sábanas de muselina con estrellas de púrpura ensangrentada, consiguieron un melodioso sonajero por el que se escapaba el triste canto de los faunos recluidos en la espesura del bosque, hasta, para el día del acristianamiento, bordaron una blanca caperuza rígidamente almidonada de velas encendidas como hogueras en noche de brujas. 

Muy pronto llegó el día en que los dolores del parto de la joven vecina traspasaron la persiana de cañas y alertaron al hombre de ojos atronadores. A este le faltó tiempo para lanzarse desde su terraza a la alcoba de la parturienta, clavó un afilado cuchillo en la abultada barriga de la joven y con sumo cuidado sacó viva y plañidera a una preciosa niña de sus entrañas sanguinolentas. Luego el hombre se deshizo de la verdadera madre muerta. No la enterró en su jardín como hacen los asesinos corrientes, porque por supuesto no tenía jardín, así que se vio obligado a trocearla como si fuese un ternero sacrificado y tirarla poco a poco sin ser visto al cubo de la basura. 

Al cabo de un tiempo, la mujer de corazón torcido, a la que yo, engañada, tuve por madre unos años, muy arrepentida me contó la verdad de estos hechos. Luego esta desgraciada mujer me tomó una manía horrible, hasta que al poco murió de culpa. Mientras tanto el hombre de ojos atronadores se vio atraído por el bosque y me llevó consigo a su espesura, una cabaña escondida en el corazón de la selva, obligándome todos los días a devolverle con horribles trabajos y humillaciones las gracias por mi vida. 

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