miércoles, 8 de abril de 2015

La muchacha del paraguas verde






He pasado toda mi vida en el metro. Bueno, no así exactamente. Aunque de hecho mi pensamiento nunca se apeó de la línea verde, la 5,  la que va desde Alameda de Osuna a la Casa de Campo.

Mi madre se casó de segundas cuando yo tenía siete años; y se marchó a Morata de Tajuña donde su nuevo marido tenía una pequeña huerta de hortalizas y frutales. Los mayores decidieron que yo me quedara en Madrid con la abuela. Dijeron algo así que en la capital tendría más oportunidades.

Desde los doce años, dos veces al día hacía el mismo recorrido. Por la mañana, hasta La Latina. Desde aquí a pie, en tan sólo cinco minutos llegaba luego al Mercado de La Cebada, donde trabajaba como ayudante de Paco el Solomillo, un carnicero, medio pariente de mi difunto padre. Terminada la faena, cogía el metro de regreso a Canillejas hasta llegar a santa Tecla, 17, a un tercer piso de renta antigua en el que mi abuela vivía desde hacía más cincuenta años.

En uno de aquellos trayectos vi a Dunia. Nada más la muchacha traspasar la puerta del vagón, se dio la vuelta, la miré como mira el sol cada mañana al cristal de la ventana de mi habitación en penumbras. La primera vez que vi a Dunia, ni siquiera sabía como se llamaba. Nunca llegué a saber su nombre. Y si la llamo así, es para fijar en mi cabeza y en mi corazón la verdad de su belleza. Lo que no tiene nombre no existe. Y yo no podía dejar escapar así como así tanta hermosura. Había oído decir que Dunia en árabe significaba la señora del mundo. Y era verdad, desde que la vi, no hubo para mi otra dueña que no fuese ella. Nunca olvidaré el mirar de sus ojos dulces, el color almíbar de su cara, el azabache de su pelo ensortijado endiosando su cabeza, el pañuelo de seda azul que acariciaba su cuello de nácar. Tampoco olvidaré aquel paraguas verde que llevaba plegado en su grácil mano, cual dama que resguarda del viento una flor junto a su cálido pecho.

Sin decir nada, disimuladamente me levanté, le cedí el asiento. Dunia accedió a sentarse pensando que yo me bajaría en la próxima estación. Pero en aquella ocasión, una vez terminado mi trabajo en la carnicería de la Cebada, no me bajé en Canillejas como por costumbre hacía. Tan prendado y ceñidos mis ojos quedaron en Dunia que se me fue el santo al cielo.

No es menester decir que, a partir de entonces, todos los días de mi vida he cogido siempre esta misma línea de metro. Incluso los siete años que con un minijob estuve trabajando como fleischer en una carnicería en Berlín, todas las mañanas me subía a esta misma línea verde, la cinco, la que va desde La Alameda a la Casa de Campo. Y aún hoy, después de estar casado veinte años con mi actual mujer, confieso mi infidelidad: todos las mañana me subo en la Latina para llegar a Canillejas, por ver si se repite aquella escena de mi primer y único encuentro con aquella otra Dunia, la muchacha del paraguas verde.

Cuando a través de los años, recuerdo a Dunia, tampoco tengo plena certeza de su existencia, aunque sí estoy seguro que su belleza es real. Quedó escrita para siempre en mi alma. La belleza tiene el poder de ser bella, aunque no lo sea. Si alguien se fija en ella con el deseo de su corazón, la belleza aún vista por un cínico de sentimientos retorcidos, siempre resultará ser la más hermosa.

Dos han sido los momentos fundamentales de mi vivir cotidiano y viajero: subir y bajar del metro, salir y llegar, despegar y aterrizar, ársis y tesis, los dos elementos del ritmo de la antífona de mi existencia. Y así entre estos dos hitos han transcurrido las diferentes músicas que han acompañado el himno de mis días. El primer hito: aquel día que a la mitad del trayecto desde mi anonimato más tímido cedí el asiento a Dunia. Y el segundo se cuece ahora en mi mente, al saber que mis cincuenta y cinco años, recién cumplidos, han transcurridos y aún corren tras una sombra que nunca por coger se deja.

Hoy desde el hospital en el que estoy ingresado por una angina de pecho, he vuelto como todos los días a tomar la línea verde, la que va desde la Alameda a la Casa de Campo. Y mientras me cambian la válvula mitral por una prótesis, medio anestesiado veo a una anciana entrar en el vagón del metro. Le cedo el asiento. Y descubro que la mujer lleva un paraguas verde moteado en negro. Y le pregunto:
Busco yo desde hace muchos años a una mujer... ¿no se llamará usted por casualidad Dunia?
La mujer asiente. Y me dice:
No me hubieses encontrado de no llevarme contigo incluso antes de haberme conocido.

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