lunes, 16 de febrero de 2015

La catedral y la tarde




En esta tarde de invierno, de pronto y sin saber por qué, siento su ardiente ausencia. María murió hace ya bastante tiempo. Pero es ahora cuando la echo de menos. Y como un asmático suspira por su inhalador de oxígeno, cojo yo apresurado la máquina de fotos. Camino por la avenida que atraviesa el río por el norte de la ciudad, esa arruga de temores en la frente, y que viene a parar a su estómago, el viejo Mercado de Verónicas. Voy a su casa, por ver si allí pudiera recobrar algo de lo que mi recuerdo llora. Aún vive allí su hijo Carlos, en el portón número dos del Plano de San Francisco, frente al Palacio Almudí.

Desde que María falleció por aquel quiste en el pecho, dejé de visitarla. No nos hemos vuelto a ver desde entonces. No es un sin sentido lo que digo. Sé de quienes hablan con sus amores idos por encima de los tabiques del tiempo a través de un medallón, de un retrato, o con sus cenizas guardadas en un jarrón sobre la mesita de noche. No es mi caso. Soy persona con vista de corto alcance. Mis ojos sólo llegan a vislumbrar lo que tienen delante.

El amor que tuve por María fue resplandeciente y alto, como los amarillos de la torre de la catedral de Murcia que se pierden en el azul del cielo, hacia donde sin cesar apunta su linterna de piedra, iluminando la vega del Segura. Antes de conocer a María, ella ya era madre de Carlos, un niño de año y medio apenas. Si no hubiese sido por Carlos, tal vez María y yo nos hubiésemos ido a vivir juntos a un piso que yo ya tenía apalabrado a las afueras de Espinardo. No es que María no quisiera, pero cada vez que yo se lo proponía, ella pensaba que en esta mudanza su hijo saldría perdiendo. Carlos se interponía entre nosotros. Cuando Carlos sea un poco mayor, -me decía María-, es muy pequeño. Me necesita, soy su mundo. Le costaría entender que yo pudiera ser también tuya.

Pertenezco a esa clase de hombres a quienes les resulta, por desconocido, incomprensible el corazón femenino. Ese código oculto de la mujer tira de mí, atrayéndome como un avispón alrededor de la miel de sus uvas. Y cuando digo incomprensible, no lo hago en tono despectivo y con desdén, sino reconociendo la hondura, y riqueza del sentir de la mujer: otros tonos, otras claves y resortes, otras maneras de entender, de mirar, de vivir el mundo, más allá de las entendederas y esquemas limitados del hombre. Tal vez por ello nunca supe si María de verdad me amaba. O acaso pusiera a su hijo como escudo para saber hasta donde yo era capaz de quererla.

La muerte de María, aunque sucedió un sábado de agosto del 1981, realmente para mí, no murió ese día, sino esta tarde húmeda y ventosa de un dieciséis de febrero del dos mil quince, el día de mi propia muerte. Desde que María falleció, hace ya más de treinta años, yo no había sentido su muerte. Hasta ahora yo bien sabía que ella no vivía. Pero no es lo mismo no vivir que estar muerto. No vivir es como si uno no hubiese existido, no te duele la muela del juicio, ni las dentelladas de una despedida. En cambio, estar muerto es sentir la ausencia de haber vivido. Y esta ausencia es la que se mete ahora como una estaca en mi bajo vientre, ese frío funesto que me lleva, que se cuela en mis entrañas, por mucho que yo no quiera, o que me abrigue con siete mantas.

María y yo nos conocimos en el museo Ramón Gaya. Ella, con tan sólo veinticinco años, exponía Aire en llama, una colección de acuarelas en la que el fuego, la tierra y el oxígeno en dulce y cómplice amalgama mostraban al visitante la incandescencia de la pasión humana. A mi en especial, no me interesaba la pintura. Fui a la exposición porque en aquellos días andaba preparando una oposición al cuerpo municipal de bomberos. Recuerdo que los exámenes eran al día siguiente. Estaba cansado de repasar los temas de la convocatoria. Y tanto el título de la exposición como mis ganas de relajarme y olvidarme de tantos ejercicios físicos y mentales me llevaron a la Sala del Ramón Gaya. Allí vi a María por primera vez. Yo le comenté mi motivación ocasional y profana por sus cuadros. Ella, sin despreciar la carambola de mi desinterés artístico, me respondió amablemente: Después de haber visto mi exposición, te aseguro que sacarás tu plaza de bombero. Aprobé. Acertó. A ella le debo haber ejercido esta profesión durante más de treinta años, hasta hace tan sólo siete meses que me jubilé anticipadamente debido a unos recortes del alcalde Cámara en la plantilla del Ayuntamiento.

Recuerdo que lo que más me gustó de lo que vi en Aire en llama, más que la pinturas de María, fueron los ojos, las manos de la joven que aquellos cuadros creara. Y así se lo hice ver a ella misma durante el refrigerio tras la inauguración de la muestra:
La abstracción de los ocres rojizos y el azul diseminados no son fáciles de entender para un simple candidato a bombero. Sin embargo, no podría decir lo mismo de la hermosa muchacha que ha derramado toda su ilusión en ellos.
Y ahora, pasado el tiempo, mientras camino a la casa de su hijo Carlos, viene a mi mente aquel comentario que le hice a María. Pienso que no debí comportarme de aquella manera. Un artista es capaz de dejarse matar por su obra. Tan orgulloso estaba María de sus acuarelas, que si en aquel momento le hubiesen dado a elegir entre sus cuadros y sus manos, sin duda hubiese elegido su colección. La vida con su muerte María ya le tenía sentenciada con aquel maldito quiste en el pecho que dos años más tarde se la llevaría no sé donde. En cambio, aquellos cuadros la mantendrían resucitada para siempre.

Como un náufrago a quien le falta el aire, ¡tan sólo unas brazadas para tocar puerto!, corro ahora a su casa. Una herida tanto tiempo en el silencio cerrada se abre sangrando mi alma, como si María muriese en este instante y con su muerte me arrastrara. Y es tanta mi pena última, que más que sentimiento, es un volcán de tristeza y sufrimiento el que recorre todo mi cuerpo. Acelero el paso, llevado por este caudal de brasas que me devora. Voy ya por el Puente Viejo, sólo me faltan dos bocacalles para el Plano de San Francisco. De persistir tan fuerte este dolor, no sé si llegaré. Llevo en el bolsillo del abrigo la cámara de fotos. Al igual que un pescador se hace con sus cangrejos por medio de la red, yo quiero atrapar la presencia olvidada de María fotografiando algunos de sus cuadros, si es que aún cuelgan en el salón de su casa.

Me abre Carlos. El hijo, como cuando empecé a salir con María, está plantado, enfrente de mi. Sé que es él. Se parece un montón a María. Le digo que fui amigo de su madre, y que de repente, sin saber por qué, me he acordado de ella:
Quisiera darle vida a este recuerdo contemplando si fuera posible alguno de sus cuadros. Hasta me he traído esta cámara de fotos. ¿Puedo pasar?
Noto en el semblante de Carlos un agradecido gesto a mis palabras. Y sin esperar su consentimiento, abrazo al hijo de María como si fuese también hijo mío. Y en contacto apretado con el cuerpo de quien perteneció a María, la siento ahora a ella, los dos en un último abrazo unidos, los dos difuminados sobre los azules y los amarillos de la silueta de nuestros cuerpos en llamas consumidos, como la catedral y la tarde. Los dolores que traía conmigo desaparecen. Carlos me deja pasar, no sé si compadecido por mi aspecto sufrido. Entramos al salón. En la pared principal, sobre una chimenea en bajo, está María pintada en un autorretrato. Allí está tal como yo la conocí aquel día en el Ramón Gaya, con sus manos dulces rociando de colores de agua su hermosa cara.

Y aquí empieza, o lo que es lo mismo, acaba todo. Saco la máquina de fotos. Y al mismo tiempo que el flash de la máquina estalla, veo salir del cuadro a María. El dolor que yo con tanta virulencia traía, me tumba en el suelo. Desplomado estoy en medio del salón, ante la perplejidad de Carlos. Y antes de perder el conocimiento, aún me da tiempo a escuchar las palabras de María:
Ahora, que Carlos  ya es mayor y sabe arreglárselas por él mismo, vámonos tu y yo solos a criar malvas a esa casita más allá de Espinardo de la que tanto me hablabas cuando salíamos juntos.

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