domingo, 18 de enero de 2015

Lejos de mi




Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.


(Elogio de la sombra de Jorge Luis Borges)


Siete de la mañana. Salgo a caminar. Tras dos horas de subir orgulloso por el monte oliendo a cielo y resina, llego al santuario de la Fuensanta. Y me detengo exhausto, apoyado sobre la balaustrada de su majestuosa explanada. Desde este privilegiado balcón, contemplo henchido la vega que se derrama alegre inundando de olas, bancales joviales de sangre verde, cada rincón de la huerta. Y cuando mi mirada alcanza las oliveras de Algezares, mis ojos rastreadores siguen las cañas del cauce del Reguerón. Y al llegar mi vista al cruce donde se bifurca la carretera de Cartagena con la de Alicante, me entretengo ansioso en descubrir mi casa, allá lejos, difuminada entre los tejados de almagra de la barriada donde vivo, a las afueras de El Palmar. Esta es una manía que, según creo, todos en común tenemos, cuando nos desplazamos de nuestro sitio habitual. Nos complace volver la vista atrás y regocijarnos, desde la distancia, con nuestra propiedad dejada.

Me gusta saber de mi, desde la lejanía, desde otro lugar, desde la otra orilla, el otrolado, otro mirar distinto y ajeno a la cotidianidad de mi identidad tediosa y aburrida, aburrida por sabida: ese otro enfoque que todos necesitamos para conocernos mejor, y así deleitarnos con otras perspectivas y sabores que, sin duda, nuestro entorno y nuestro yo desprenden y exhalan. Debido al acoso de mi propia cercanía, descuidado ando de cosas que son también mi vida, incluyendo la vejez y mi infancia y ¿por qué no decirlo?, también mi muerte. Asediado por el presente, desprovisto ando de las lecciones de la memoria, y privado me veo de los racimos que por vendimiar en el futuro me aguardan.

Por eso ahora, de espaldas al reloj del santuario y alejado de mi mismo, voy en busca de aquel otro que esta mañana quedó allí abajo sentado y desganado en el zaguán de mi casa.

Un rebaño de nubes calmas pastan por las copas de los olmos que desdibujan con algodones de acuarelas las torres de La Alberca. Las palmeras desgreñadas enmarañan con sus sombras el camino de los ladrones del tiempo, ese atajo que se descuelga en rambla por detrás de la Arrixaca, y que debido a la boira, entorpecen mi búsqueda. Trabajo me cuesta localizarme. Son tantos años viviendo conmigo, que al no encontrarme, me pongo nervioso. Me asusta la idea de no volver a tocarme, sentir el palpitar caliente de mis manos entrelazadas sobre mi aterido vientre.

Mis ojos van tras de mi más deprisa que mis pies. Y habiéndose quedado estos fatigados allí arriba en el monte, más ligero es mi regreso. Voy directamente al zaguán de la casa, el sitio donde quedó mi cuerpo antes de yo emprender mi caminata esta madrugada hacia al monte. Aquí no está. No me hallo, no me veo.

Hasta que por fin, ¡albricias!, doy conmigo. El muy gandul, cuando yo me levanté esta mañana, se acostó de nuevo en la cama. Y puesto que nos conocemos de sobra, ni siquiera lo despierto. Eso sí, un tanto malhumorado, directamente le miro, -me miro- a los ojos cerrados, y le digo sin más:
No te mueras, amigo, sin antes decirme a donde vas. No quisiera nunca perderte de vista.

No hay comentarios:

Publicar un comentario