lunes, 14 de julio de 2014

Celibato



Me alejo de ella con todas mis fuerzas, huyo de su boca de amapola, me separo de su cuello, de su vientre, de su pelo. Quiero borrar su nombre, olvidar su carne, sepultar sus besos. 

Me voy a la otra orilla, más allá del larguero de la cama, donde no puedan atraparme las caricias de sus dedos. Me despego del romero de su monte, de sus senos de agua clara, de sus pies ultra ligeros, de su música callada, del imán de su sonrisa, del azul, de la fuente, de mi caño, de la aurora de su flor y de mi aroma. Quod enim operor non intellego.
Yo tampoco entiendo de latines ni misterios –me dice ella con su cabeza apretada en mi pecho. Déjate querer tan sólo y no tires, estúpido onanista, tus margaritas a los cerdos.
Me contengo. Y le digo:
No puedo. Me educaron para decir que no. Me dijeron que en el momento en que cayera en el pozo del amor estaría perdido. Serás vencido por la debilidad del querer. Me castraron. Lo tuyo es amar al mundo entero. No es posible libar y volar al mismo tiempo. Maldito sea mi cuerpo que depende de otro cuerpo.
Ahora es ella la que me endulza el sentido con sus palabras sagradas:
Y yo te digo, mi amado célibe blasfemo: tal vez puedas mentir a la mujer de tus huesos, pero no al sagrado instinto de los dos en una sola carne. Eres desagradecido y soberbio. Dices amar a Dios sobre todas las cosas y desprecias la divinidad que brota de este santo lecho. Cuando hagamos de nuestros cuerpos uno sólo, entonces entraremos en el Reino de los cielos.


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