domingo, 8 de junio de 2014

De regreso a Malibú





Preguntarse si el artista -todos lo somos- es más creativo en momentos de placer que en fase de aflicción, me diréis que está de más, que lo que importa es el resultado. Pero dado que en el arte prima tanto el modo y las maneras como la obra en sí, no es baladí preguntarse, si el arte se presenta y es más fácil en horas festivas que en tiempos de sufrimiento. Tal vez Oscar Wilde no hubiera escrito su De profundis de no haberlo hecho en la cárcel. Ni tampoco La senda del perdedor de Bukowski hubiera salido de su corrosiva pluma, de no tener consigo en la cama a su chica mejicana. Para el relato que nos ocupa, la pregunta también puede hacerse a la inversa: ¿Somos más felices en periodos de creación que en tardes de vacaciones y membrillos colgando a un sol de brazos caídos?

Y aunque Luís Rosales diga que la felicidad no enseña nada; y que sólo el dolor nos abre las puertas del conocimiento, yo pienso por el contrario que la mente está más inspirada, si el cuerpo libre se ve de trabas y amarguras. Sus ideas y ocurrencias discurrirán mucho mejor por senderos de aromas y primaveras que por carriles atorados de riscos y espinas. Por más que digan que el hambre despierta el ingenio.

Y como la felicidad tiende a perpetuarse y es innato en el ser afanarse por extender su gozo y alegría sobre y más allá del tiempo y del espacio, Félix de Castro, muerta su compañera, emprendió viaje de regreso a Malibú.

Félix y Dolores Sánchez se conocieron en la Universidad de Pepperdine (California). Félix había llegado a Malibú con una beca de la Complutense para ampliar estudios como abogado especialista en Derecho Romano. Dolores, mejicana de piel canela, ojos profundos, corazón tierno y curvas latinas, trabajaba a su vez en la misma Facultad como administrativa. Y entre el joven madrileño y la muchacha mejicana de voz dulce, pelo negro y lunar gota miel aguacate sobre su sensual barbilla, pronto surgió el flechazo. Luego, las excursiones a las montañas de Santa Mónica, los largos paseos al atardecer por la playa de Venice, el tranquilo y claro panorama del Pacífico, las visitas al Paradise Cove, hicieron el resto, hasta acabar los dos dulcemente comprometidos.

Al finalizar Félix de Castro su máster en Derecho Público Romano, viajaron a Madrid, allí se casaron. Dolores encontró trabajo como secretaria de una agencia de viajes, Oceans Tours, en la calle Arturo Soria. Félix se incorporó a la Complutense como subdirector del Departamento de Derecho Procesal. Durante dos años, todo fue de maravillas. Vivian de alquiler en un piso del barrio de Malasaña. Hasta que una tarde, de regreso a casa, un accidente acabó con la vida en flor de la joven mejicana. La moto de Dolores Sánchez resultó intacta. Pero la cabeza de la muchacha disparada vino a dar contra el poste del semáforo.

Félix de Castro, quedó abatido, desalmado. Pidió la excedencia en la Universidad y regresó de nuevo a Malibú en busca de aquellos bellos atardeceres a la orilla de la playa. Quería recuperar los besos de Dolores esparcidos en el verde y el azul de los montes y las costas del Pacífico. Allí, Félix pensaba que retomaría, que recrearía la dicha original de su primer encuentro con Dolores. Pero nunca segundas partes fueron nuevas.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte
(Cavafis).
La memoria nos devuelve el recuerdo, pero no sabe, ni puede homologar, ni reciclar el pasado; al contrario, consigue que vivamos con dolor el abismo entre el dulce ayer y el ahora desgarrado. Y así como el criminal no debe volver al lugar del crimen, Félix de Castro tampoco debió regresar nunca a Malibú. Allí donde antes él sintiera amor, sólo encontró lágrimas, desgarro y desdicha. Y acabó tirado por las calles de la ciudad, loco y pobre recitando a todas horas:
De regreso a Malibú,
¡Qué desilusión la mía!
Me encontré que aquí no había
nada del amor que tú
me prodigaste aquel día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario