viernes, 13 de junio de 2014

Soy de donde no he sido




Vivía en un regalado rincón de la huerta rodeado de múltiples verdes y amarillos, mañanas de aromas, albores suaves y tiernos, frescores de madreselvas en vilo. Las tardes eran infinitas, como las guardias de los soldados de aquel cuartel de un castillo abandonado. Y unas de esas siestas interminables, en una de las cañas que aguantaba el parral de la ventana donde a la sazón Olegario Montesinos leía El fulgor y la sangre de Ignacio Aldecoa, se posó un gorrión. Y se avergonzó de no saber como se llamaba ese pájaro. Olegario, a pesar de los veintidós años que allí llevaba, no sabía distinguir un verderón de un vencejo. Para él, cualquier pájaro, todos los pájaros eran gorriones. Él no era de la huerta, por mucho que presumiera de legón y sementeras. Ni tampoco del campo. Aunque todas sus generaciones nacieran, procreasen y murieran entre terrones, pedregales y olivos.

Durante su etapa de formación y estudios, vivió en la ciudad. Entre ilusiones, juergas y deshojadas margaritas, pronto devoró su juventud como serpiente que se traga un jabalí de un bocado. Al cabo de vagar durante más de siete años por avenidas, parques, calles peatonales, templos, movidas y escaparates, tampoco se aclimató a la capital. Y antes que Olegario se diera cuenta, la madurez, tiempo siempre de dudas e interrogantes, se le echó encima en esta casa del carril de los cipreses donde vivía con su mujer, un huerto, cuatro gallinas, un saxo y un montón de libros como aliados contra la polilla y las acechanzas del mundo. Y Olegario se preguntó:
¿De dónde soy?
¿Cuál es mi pueblo?
Ni el mar, ni la tierra, ni el aire. Este hombre no se identificaba con nada. Era de donde nunca había sido, de allí donde nunca había estado. Y seguía con sus inútiles preguntas:
¿Cuál es mi senda
cuál es la meta
y la partida
de mi trayecto?
En la mitad de la vida, el filósofo que todos llevamos dentro, no cesa de cuestionarse con verdades inocentes, verdades sin apariencia, mentiras inteligentes, pero al fin y al cabo, verdades que no vienen a cuento. La verdad es una y simple y no tiene vuelta de hoja, todos ante ella somos analfabetos. Y Olegario escarbaba en lo más hondo de su pensamiento, por si allí encontrara el gepeese que le dijera de dónde venían o a dónde iban sus enfervorizados huesos.

!El monte! ¡Sí, señor, el monte! -exclamó como si hubiese descubierto la pólvora. Eso era lo que Olegario anhelaba. Estar arriba en lo alto, desde donde divisar el valle, ver serpentear a lo lejos el tren del río entre los chopos de abajo, escuchar de las voces del mercado sólo las muecas de los tenderos, ver las fogatas de los rastrojos de la era junto al ribazo del cigarral, ver subir el humo invisible, purificado, confundido con el silencio de las neblinas de los peñascos. Vivir como un águila, una cresta, alejado de la vulgaridad inmediata, tosca y a ras del suelo. Ser monte y pino. Tomar distancia de la sisca, de la corregüela humillada, del estiércol, las conejeras, las charlas obligadas, siempre las mismas habladurías, las envidias de la vecinal convivencia, los cumplidos y cantar siempre los mismos villancicos en nochebuena.

¡Sí, señor! ser esparto, montaña y recincho, como mi bisabuelo Hilario -repitió eufórico Oligario Montesinos. Pasados los cincuenta, vemos mejor de lejos, que de cerca. Necesitamos distancia, altura, lejanía para ver y disfrutar con claridad y precisión los detalles de la vida. En las montañas no hay carriles, ni veredas desgastadas por la rutina y los chismes. Todo, cualquier paso dado en el monte es prístino, original, nunca horadado, como el olvido, sin recelos, inmaculado. La contaminación acumulada de los años se estanca en la llanura. Allá arriba en el monte el aire es limpio, y al tocar sus dedos sobre las peñas de los altos cerros, resuena el firmamento como la mejor arpa de la orquesta de la Tierra. Y el dorado de la tarde plateada camina hacia el rojo del ocaso, procesión cósmica y exultante que muere victoriosa gritando: Viva la noche parturienta del alba. Y el crepúsculo en llamas juega al escondite con las cenizas del día.

El clamor de la montaña no se parece a las voces del llano. Las voces de la vega se confunden con la algarabía de los chiquillos, el trajín de las cañas de la acequia, el glugú de los sapos, el ronquido de las chicharras, el tacatá de la vieja balanceándose suemore bajo la misma morera del patio. Las palabras en la huerta calzan alpargatas de barro y la mujer que las dice pone en cada sílaba una gota de aceite frito, y el hombre que las escucha le huele el aliento a indiferencia y tabaco. En cambio las palabras en la montaña tañen limpias y transparentes, no engañan porque no saben a nada y suenan a todo.

A Olegario, el libro de Ignacio Aldecoa se le ha caído de las manos, se ha quedado traspuesto y sueña que vive en la greña izada de un monte que huele a silencio. Las nubes le sonríen y hasta los buitres son sus amigos. Pero tan metido está en su deseo de monte que su cara no parece la suya, sino la de un poeta en trance, un místico de ojos en blanco, delirando ronquidos y espantos. Tan metido está en el sueño, que siente que su cuerpo no le pertenece. Todo lo que hay a su alrededor, incluido él mismo, es aire, montaña y araclanes blancos. Y así, Olegario no puede ser distinto, parte, goce y autoría de lo que vive o sueña.

Olegario se despierta. Siempre que sueña con algún peligro, se despierta en el momento. Se levanta de la silla sobresaltado, como quien huye de un dios salvaje. Coge el libro del suelo y se agarra con fuerza a los barrotes de la ventana que dan a la parra, a los cipreses del carril de la casa, al tiempo que recuerda su pesadilla:
Vi mi torso moreno y desnudo atacado por los azules del cielo y el marrón de la montaña. Y tan profunda y desgajada  fue mi herida, que yo a mi mismo me vi desangrado ahogándome, y que desaparecía en las aguas infinitas de mi sueño. 

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