lunes, 19 de mayo de 2014

Hombre pájaro






En el calor inquieto de los suspiros, Leonardo salió a la puerta a tomar el sosegado fresco que desde el monte todas las tardes venía a verle. Luego sus ojos se clavaron en el pico más alto, diana sobre el pequeño y lejano círculo de la montaña de los dioses. Y quiso su mirada escalar su cima, con tal suerte que el verde asaetado, confundido con el gris de la distancia, quedó al momento sublimado. Y se vio suspendido en el vacío donde las formas se desfiguran, se desgranan y se filtran silenciosas bajo la tierra hacia el estanque de la calma encaramado. El espacio por él invadido, acuarela de un verano de sudores y mosquitos, se vio al instante humedecido, suavizado bajo la sombra de un cósmico parral en pleno agosto. El ceniza macilento de su figura cansada y triste, al mezclarse con el aire reparador y dulce, diluyó su cuerpo en transparencias, cual jarabe de saúco amalgamado con almizcle blanco. Y ya no sé si fue el universo el que lo envolviera con su manto ahíto, o tal vez fuera asido él por la tranquilidad que todo en un instante lo tiñe de nubes de cristal y de amapolas argentinas.

Y cuando sus ojos, de vuelta de los montes, regresaron de nuevo a la terraza, ya era de noche. Sus ojos no lo encontraron; y si lo hicieron, ya sus pupilas no eran de su cara pintarrajeada; y si acaso lo fuesen, no encajaban del todo en las cavidades oscuras y enigmáticas de su alma, de tan azules, extrañas y bellas que a él le parecieran.

Cuando el aire masajeó con el aceite de su quietud sus agitadas vibraciones, más que visión fue vivencia ilimitada lo que tuvo, aquella tarde, sobrevolando por los alrededores de su casa. El instante más veloz puede durar más que una eternidad; y mil años de gloria  tórnanse en un infierno de repente. No es el tiempo la medida para esta clase de sensaciones, como tampoco el gozo o el dolor son verdaderas nociones que lo definen. Simplemente tienen lugar, y su constancia está al margen, o más allá de las categorías al uso: materia, cantidad, masa, lugar, causa, hora y batacazo.

Y para ratificar lo que sentía, y descartar que no era ilusión a destiempo y desmedida lo que veía, Leonardo se palpó con detenemiento y al detalle cada rincón de su sustancia. Realmente su cuerpo era su cuerpo; sus manos, las suyas; su cara, la de siempre, pintada hilo a hilo sobre el fondo sepia de sus años arrugados; pero su aliento ya no era de su propiedad exclusiva, tampoco su boca hedía a monotonía y egoísmo. Sus brazos eran realmente suyos, pero con la elasticidad y destreza de los vientos. Sus pies eran alas, la soltura de los vuelos de un pájaro encumbrado; y su pecho, ya sin aquellos jadeos entrecortados y asfixiantes. Suyo era también el carbón de sus ojos, pero su mirada era el azul de la mirada del aire que respiraba.

Al día siguiente, cuando los senderistas hallaron al hombre pájaro muerto a los pies del monte, vieron también, a unos veinte metros de su cuerpo, una mochila con un pequeño motor de pilas y un dispositivo de control. El corazón del hombre volador ya no latía, pero las baterías de su Wii Remote estaban aún en funcionamiento.

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