jueves, 22 de mayo de 2014

El tintero de la vida




Hoy, el escritor frente a otra página en blanco. Y las líneas que arrebatarle debieran a los dioses largos días, se le resisten de nuevo. Si el plumífero no escribe, se siente vacío y yermo como la tierra antes de la creación. Como si fuese jefe de estación de tren que con su cálamo en alto detuviese la máquina del tiempo. Y en este agostamiento de perezosas letras, se esfuerza en reflejar inútilmente el instante cotidiano. Escribe el hombre para no perder de vista la flor de la calabaza, para ver como la abeja se alimenta del lila de los alcaciles, para que sus manos no dejen de oler a matas de tomate, para seguir viviendo en aquella casa en ruinas, hoy pabellón de okupas y almacén de trastos viejos. Escribe el hombre porque no quiere que se vaya de su boca el meloso sabor a berenjenas con queso fundido que le hiciera su madre. El escritor es un iluso si piensa que vivir y escribir es lo mismo.

Suena el teléfono. Unos amigos le invitan a comer en el monte. Y entre la eternidad de las letras que se le resisten y la sabrosa insustancialidad de un arroz con conejo, el escritor elije el don de la caducidad de una comida presta a metabolizarse. El día tarda en desprenderse de sus colores cálidos y apetitosos. Aún hay tiempo para gozar de sus encantos. Deja el escritor morir a las palabras que no le vienen. Y cansado de buscar lo que no halla en ellas, se dirige al mesón del monte por ver si un buen refrigerio le diera lo que la escritura le niega. No está mal la escritura para dejar constancia de las cosas, para revivirlas, si es que merecieron la pena. Hoy, las palabras le dicen al hombre:
No sólo nosotras las palabras, también una buena paella con caracoles será buen sustento para tus textos, la tela de araña que necesitas para capturar la realidad que te vive y te alimenta. No todo en la vida existe, como dijo Mallarmé, para acabar en un libro. Se quemó la biblioteca de Alejandría. Ardieron incunables y manuscritos. La sobrina del Quijote no perdonó del fuego capazos enteros de libros, y no se ofendió ni el humo. Se comieron las polillas las Etimologías de Petrus Adrianus, ¡y no pasó nada! Anda, vete tranquilo, buen hombre, no te apures, que del ibiscus seguirán brotando capullos.
Y el hombre, tras la comida compartida, los abrazos y el reír de los amigos, el olor del monte, el deleite del verde de los pinos, las anécdotas, la ciudad silenciosa allá abajo en el valle, el jugar de las ardillas, la sinfonía de los grillos, el rojo del atardecer..., al llegar a su casa piensa que, si quiere ver nacer de sus manos granos de palabras atinadas, y no verse de nuevo en blanco ante otra página, piano sin teclas, acequia sin agua, deberá cargar su pluma del tintero de la vida.

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