sábado, 3 de mayo de 2014

Cazador de estrellas



El día había sido tórrido en su esfuerzo y laborioso en su afán. Un bocadillo de foi-gras bastó para saciar su agrietado estómago. El crisol del sol con su audacia y tesón desvaneció en vapor invisible los nubarrones que envolvían el cielo.

Por el ángulo oriental del círculo del horizonte, la luz remolona se resistía en ocultarse. La silueta ondulada del resto del firmamento desapareció lentamente. Luego, el día y la noche, ambos indistintos, se confundieron en débil carbón difuminado.

Empezó a caminar a oscuras. Sobre su espalda llevaba el macuto con todo lo necesario: Tienda, redes, hambre de luces, cebos, lámpara, trípode, silla plegada, y hasta un radar localizador de estrellas. En el trayecto nocturno, ningún movimiento estelar dio señales de vida. Las estrellas, quizá avergonzadas por la presura del cazador, se enojaron asustadizas encubriendo su hermosura tras las cortinas de la noche.

Al llegar al último tramo del sendero, bandas alienadas de fósiles compactos sellaban la ancestral señal del agua milenaria en sus costras terrunas. La luna, discreta, no quiso rivalizar con el cazador. Y a regañadientes se quedó en los talleres del policromado para no batirse en duelo con cazador alguno.Y fue entonces cuando de repente todo el sistema de estrellas se hizo patente con claridad meridiana.

El lucimiento eterno y juvenil de las estrellas fue escandalosamente luminoso. Nadie ni nada, ni siquiera el bello vacío de la noche, ensombreció tanta hermosura. Estrellas multicolores salpicaban chispas sobre el embalse. El cazador se detuvo, montó la tienda en la parte más alta del pedregal. Y a unos cincuenta metros, puso, junto al mástil de un ciprés de sombras melancólicas, todos los utensilios que había traído consigo: la silla, el trípode con su busca incorporado, la linterna, su insaciable sed estelar y el monitor de puntos LCD. Luego se sentó. Parecía el momento oportuno para iniciar la caza.

Esa noche de agosto abierto, las estrellas estaban radiantes, desmelenadas, revoloteando sobre las montañas que rodeaban los márgenes del embalse. Con muestras de generosidad y sin recato mostraban el encanto curvilíneo de sus pechos vivaces. Sus ojos brillantes hechizaron al cazador fascinado. El camino de Santiago con su alargado manto salpicado de arena argentina, esencia de zafiros, brillantes ahumando, hechizos balsámicos, engalanaba ricamente la cabeza de las núbiles estrellas.

En un momento confiado, a punto estuvo el cazador de asir con sus redes a una de ellas; pero la electrificante fugacidad de la estrella, aparapetada entre sus compañeras, siempre fue más rápida que su ambicioso deseo. Más de dos horas el cazador estuvo inmerso en su labor, sin lograr resultado alguno. Su necesidad de caza orgámica, malograda.

En esta noche todo parecía tan fácil, cercano y armonioso. En su mano sentía el hombre el calor hormigueante de un posible contacto ardoroso con su presa. Las estrellas en su eterno brillo, luz permanente y belleza sin nombre jugaban con el cazador al juego inalcanzable del amor. Y como en otras tantas noches por caminatas de montañas cercanas al cielo, se quedó con la miel en los labios.

Extenuado por sus fallidas esperanzas deshizo el camino en retirada hacia la tienda de su soledad. La enorme frustración sumergió al hombre en un rendido sueño. Antes de dormirse recordó lo que un día le dijera su padre:
Hijo, no es bueno que vayas tras las cosas con demasiado interés, no sea que tu fervor las espante.
Fue entonces, cuando de pronto, en una gran sacudida se abrieron las cortinas de la tienda de campaña. Y por el isósceles de la puerta entró una estrella. El cazador se sintió fuertemente conmocionado. El resto ya se sabe. Estrella y cazador abrazados estuvieron el resto de la noche, los dos espiritualmente religados. Al amanecer, antes de que la estrella se deshiciese por la fuerza del sol por el oriente, el cazador, le preguntó a la estrella:
¿Cómo te llamas? Para así poder distinguirte del resto de tus compañeras durante el resto de mi vida. 
Ella, cómplice, puso la yema de su dedo índice sobre sus labios, y sonriente le contestó al cazador:
Si después de estar juntos toda la noche, aún no sabes mi nombre, es que realmente no has estado conmigo. 


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