domingo, 23 de marzo de 2014

Carta de Hermann Kafka a su hijo Franz






Mi querido hijo Franz:


Tu madre me habló de una carta que me enviaste. No sé por qué, esa carta jamás me llegó. Y aún siendo así, no sabes cuanto la agradezco ¡Me hubiese gustado tanto leerla! No es un cumplido más de mis envenenadas hipocresías. No hay carta que mayor interés despierte, que aquella que nunca recibiremos. ¿Tan mal te sentías, hijo, tan distante y alejado, tan esquivo me veías, que, pudiendo tratar directamente con tu padre, tuviste que recurrir a una epístola para vértelas conmigo?

Tengo entendido que con la escritura te expresas mejor que cara a cara. Recuerdo que una vez me dijo tu hermana Ottilie: Que sepas, Papá, que Franz es mejor escritor, que persona. Si de verdad quieres saber lo bueno y formal que es tu hijo, tendrás que leer alguno de sus escritos.

A mi por el contrario, el escribir me cansa. Se me da mejor ser comerciante, que plumífero. No reprocho tu gusto. Reconozco no haber leído nada tuyo. Aún tengo encima de la mesa aquellos folios que me diste a leer un día. Salvar el negocio, los desvelos por la familia, atender a la clientela, los empleados, ocupan todo mi tiempo. Miento, aún me queda alguna que otra tarde a la semana, que reservo para jugar a las cartas con mis amigos.

Nos conocemos de sobra, Franz. Si en tu carta tal vez quisiste reprocharme algo, aquí me tienes. Nadie es perfecto. No es fácil ser padre. Dispuesto estoy a hablar contigo de padre a hijo; y si lo prefieres, de persona a persona. No quiero que cualquier texto, literatura o carta alguna se interponga entre nosotros. Una cosa es la ficción, indispensable para que las cornadas de la vida duelan menos. Pero la fantasía nunca debiera ser excusa, ni evasión para eludir nuestros problemas, ni pretexto para afrontar nuestros compromisos. No creas que te reprocho que te dediques por entero a tus libros. Yo hago igual con nuestro comercio de telas. Pero sí tengo que decir, por el bien de la salud de tu mente, que no confundas, querido hijo, la realidad con tus letras, si no quieres acabar en un manicomio. Por muy bien que escribas el nombre de Felice Bauer, nunca ese vocablo debiera ser para ti más importante que el beso de una mujer. Y te lo dice alguien que lamenta en ocasiones haber mirado y acariciado más un paño de seda que la cara de tu madre.

Puedes montarte, Franz, tu vida como quieras. De hecho estudiaste derecho porque te dio la gana. No te tomes mis palabras como una ironía más de mi agriado carácter y prepotencia. Tu madre alguna vez también me habló de tus decepciones conmigo. El que creyeras que desde mi sillón preferente en la mesa o en el salón, yo gobernaba por entero tu vida, no es sólo así, se debe también a tu visión idealizada que de mi siempre has tenido. ¿Qué culpa tengo yo que el mito del padre lo tengas tan metido en tu sesera, que me veas como a Dios, como a un factótum, la medida de todas las cosas, un mapamundi desplegado en el que ni siquiera cabes tú? Este concepto excesivo, extrapolado, sublimado que de mi tienes, puede que estuviese justificado cuando eras un niño. Entonces, yo era tu Moral, la Ley. Pero ya va siendo hora que tomes las rienda de tu propia vida. Yo siempre creí que todo esto te lo enseñaría la propia naturaleza, tu crecimiento, la experiencia, tus lecturas. También yo podría ser el decepcionado. Si tu estabas desilusionado conmigo, ¿por qué yo no podía decir: este no es el hijo que yo esperaba? No te inclinaste nunca por ninguna de mis aficiones. Nunca mostraste voluntad de regentar nuestro negocio familiar. Tuvo que hacerse cargo de la tienda el marido de tu hermana Elli. Si te defraudé, si te engañé, no fui sólo yo, fue también tu excesiva confianza en mi mentirosa verdad. Como Aquiles al dios griego Apolo puedes decirme tu también: Tu me has engañado, tu el más funesto de los dioses, yo te castigaría si tuviera poder para ello. ¿Qué puedo decirte más, que vengas y me crucifiques? Franz, ya va siendo hora de que te alejes de mi paradigma, que aprendamos a vivir sin nuestros dioses y diablos. Si de verdad quieres encontrarme, no como al padre por antonomasia, sino como a tu padre Hermann Kafka, con sus virtudes y defectos, como quien en publico hace el ridículo hurgándose los dientes, como el olvidadizo que sale del baño sin tirar antes de la cadena, o como el hombre que de vez en cuando pierde los estribos y grita injustamente a sus empleados, tendrás que matarme.

No lamento que me escribieras una carta para hacerme responsable de tu tartamudeo, de tu debilidad, de tus miedos. Lo que lamento es no haber advertido que mi omnipresencia, mi excesiva preocupación por ti, no calibrada, ni ajustada a tu especial sensibilidad y susceptibilidad, se convirtiera para ti en un tormento, en un acoso, con consecuencias tan graves como tu indecisión a la hora de contraer matrimonio con Felice. Tal vez yo debería haber tenido más intuición, haber sido emocionalemnte más inteligente, y si no como padre, si, al menos como persona mayor, haber dado el primer paso para aclarar nuestros malentendidos. Tu te librabas, te apartabas de mi recluyéndote a escribir en tu cuarto tus alucinantes historias, y yo me repantigaba en el ensimismo de mi vida resuelta. La excepción de nuevo se convierte en norma. Acepto tu lección, recibo el guante. No en vano sabiamente me lo recuerda con frecuencia tu madre: Herman, los hijos acabarán por ponernos en nuestro sitio.

Lo único censurable, repito, que veo de mis equivocaciones, es el no haber tenido el discernimiento necesario, el juicio suficiente, para reconocer mis errores a su debido tiempo. Te pido a ti lo mismo. No quieras culparme a mi de todas tus desdichas. Asumo mi parte. Tal vez de tanto quererme en esencia, llegaste a odiarme en persona. Amores que se convierten en odios que matan. Y hasta te digo, puestos a decirnos las cosas a la cara, que no sólo estas desavenencias entre nosotros han sido culpa tuya y mía. Puede incluso que en todo ésto exista un tercer cómplice: las leyes internas, el mecanismo de nuestra peculiar psicología humana que nos lanza engañados en busca de la flor más bella, a costa de perder la que tenemos delante. Y ya sabes lo que pasa con las flores, que si nos retardamos en disfrutarlas, buscando la mejor, al ser efímero su perfume, nos perderemos su encanto. Más vale pájaro en mano que cientos volando.


Hermann Kafka


Post Data: Mi querido hijo Franz, si yo hubiese leído tu carta, hubiese finalizado la mía con las mismas palabras que tu terminaste la tuya. Brindo por nuestra reconciliación. Nos vemos. Un abrazo. Tu padre.
Claro está que las cosas no pueden ajustarse en la realidad tan bien la una con la otra como los argumentos en mi carta, porque la vida es algo más que un rompecabezas; pero gracias a las enmiendas que surgen de esta confesión y que no puedo ni quiero extender hasta el detalle, se ha logrado, a mi parecer, algo tan próximo a la verdad, que podrá tranquilizarnos un poco a los dos y hacernos más fáciles la vida y la muerte.

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