martes, 11 de febrero de 2014

El aljibe





Tan sólo dos meses que habían enterrado al Hilario. Y ahora se llevan en una ambulancia también al Santiago, el marido de Pancracia. Le han encontrado un quiste, un tumor, ¡yo qué sé!, una bomba pegada al riñón, -dice la cuñada. La mujer habla sola, lo mismo que si hablara desde el púlpito de la luna a todo el planeta. Para las personas atacadas por una fuerte emoción, el mundo entero es su contertulio.Y no les importa quien esté delante; la pena y su alegría los enajena. El Santiago lleva dentro de la barriga una granada a punto de reventar. Esta mujer, que no para de hablar, sabe muy bien lo que es estar día y noche junto a un marido a quien los médicos dan por desauciado. Dos meses me dijeron que duraría mi Hilario, tras sufrir aquel maldito accidente con el tractor. Tan sólo se equivocaron en una semana. Murió el mismo día de la Candelaria. La mujer interrumpe ahora su charla para decir adiós con la punta del delantal a su cuñada. Y, cuando la ambulancia desaparece tras el quiebre de la calle, para no empotrarse con la almazara del cornicabra, la mujer se da cuenta de que soy yo quien la escucha: Perdona, Felipe, no te había visto.

Yo soy Felipe. Y conozco palmo a palmo los rincones de esta zona. Una llanura grande y espesa de cereales, girasoles y algarrobos, interrumpida por media docena de caseríos de piedra y tejados del color de la tierra. El Bellario, llaman a esta comarca, no porque sean bellos sus parajes. A simple vista, sólo aridez y labrantíos. Y de vez en cuando, alguna liebre que se me cruza espantada delante de la moto. La paz, la hermosura y la claridad serena de estos campos sólo se muestran a quienes con hondura y respeto se detienen ante la eternidad de estos páramos. Y es entonces cuando el franciscano manto de los almendros, el brillo de las oliveras, y el murmullo de los pájaros son ambrosía para los sentidos. También conozco el corazón de estas buenas gentes. Al menos eso creía yo hasta que aconteció lo del aljibe. Repito: gentes de corazón sencillo y costumbres acompasadas por el ritmo de las faenas, el rigor de las labores, su instinto, las estaciones, la arbitrariedad y su resignado clima no siempre parejo y dócil. Los días cargados de soles a espuertas. Y las noches, muy frías. Y hasta las nubes que surcan este cielo son transparentes como el alma de sus lugareños, si son tiempos de cosechas y vendimias. Y agrestes y acartonadas como sus rostros cortados por el viento, cuando arrecian los hielos y las desgracias.

Antes de que me mandaran al Bellario, trabajé también como cartero en la Capital. Pero no es lo mismo. Allí no conocía a nadie, a pesar de los miles y miles de usuarios con los que cada día coincidía. Me limitaba a echar cartas, sobres y rembolsos en los buzones de las porterías con olor a perro. Incluso las cartas eran casi todas timbradas: de instituciones, bancos, publicidad y ofertas comerciales. Y los mismos vecinos de un bloque de cinco alturas, ni entre ellos se conocían. Cuando tenía duda de la puerta A, B o C de un destinatario, era inútil preguntar. Allí, viviendo todos tan apretados, nadie sabe de nadie. En el Bellario en cambio, todos se saludan. Aún estando distanciados a dos kilómetros, todos se conocen con pelos y señales. Mi trabajo aquí es más directo, más íntimo. Sobres escritos a mano. Remites con nombres y apellidos, nada de iniciales y logotipos. Correos de hijos y nietos que se fueron a buscar fortuna y aventuras a la capital; y otros, hasta emigraron al extranjero, escapando de la intemporalidad de estas tierras inalterables, siempre las mismas, los mismos caminos, los mismos árboles, las misma eras y trillos. Y les entrego en persona, cara a cara, su correspondencia. Me invitan a entrar en sus humildes hogares. Y me ofrecen agua fresca los veranos, y un orujo en invierno.Y leo en sus ojos la tristeza o la alegría que sus cartas llevan dentro.

La mujer de Santiago y la Pancracia se llevan como hermanas. Todo lo que pueda enemistarlas, se lo callan como sabias palomas. Sus maridos en cambio, más niños, andaron siempre a la gresca, con ironías y bromas, más propias de la confianza, que de la inquina que se tenían. Los hombres poseen en común un tractor. Entre los dos se turnaron en la labranza de las tierras cercanas. Cuando la faena escaseaba, se desplazaban hasta los campos de Ciudad Real. En el fondo, los cuatro, las dos parejas, forman una sola familia. Y no porque se quieran de veras, sino porque no tienen a nadie. Se necesitan. Viven juntos casa con casa, a las afueras del pueblo, cerca del invernadero del tío Semillas, donde la calle se transforma en carretera, la carretera que conduce al pueblo, el Collado Colorado, a quince kilómetros. Allí es a donde ahora llevan a Santiago, el marido de Pancracia, al servicio de urgencias del Centro de Salud del Bellario.

La mujer del Hilario, anda falta de comunicación, y yo añadiría, también de juicio. El accidente del marido le trastocó la mente. Felipe, -me dice-, anda, pasemos al corral, tómate un respiro. Acepto de buena gana. Y más ahora que, tras la partida del Santiago y la Pancracia al Hospital, Dios sabe cuanto tiempo se quedará esta pobre mujer sola en esta casa tan grande y casi deshabitada. Tiempo tendré -le digo complacido-, de repartir las pocas cartas que hoy me quedan. Entramos al corral. Y allí está el dichoso tractor que le costó la vida al marido. Una parra de uva rosseti se despereza engalando el mediodía de las dos viviendas adosadas. En el centro del patio, luce el aljibe que antaño surtiría a los inquilinos de estas dos casas adosadas con un gran corral en común que las abraza. El aljibe preside como un Teniente Coronel todo el patio. Realza su manchega hechura de cal y forjados, con su carrucha de madera que cuelga del crucero a un jazmín enredado; y sobre el brocal, el pozal de cinc que ilumina con sus reflejos toda la estancia. La mujer me recuerda ahora, no sé si agradecida o dolida, el día que le entregué aquel telegrama del Alcalde de Almagro: Lamentamos comunicación -stop- marido Hilario Gómez Evaristo -stop- accidentado con tractor -stop- sufre traumatismo -stop- ingresado en hospital -stop. La cabeza del Hilario vino a dar contra el tronco de una olivera. Parte del cráneo quedó hundido, abollado como una lata de cerveza.

La mujer me cuenta que, cuando se trajo desde el Hospital de Almagro a su Hilario, ella ya sabía que su vida no tenía arreglo:
Los médicos bien claro me lo dijeron. Con todo, ya sabes, Felipe, una nunca pierde la esperanza. Mi marido ya casi ni andar podía. Todas las mañanas, a esta misma hora sacaba a Hilario al corral. Despacio dábamos unas vueltas. Caminábamos los dos cogidos del hombro por este mismo enlosado como si fuéramos novios. Cada vuelta era para él un calvario. En este mismo balancín de morera en el que tú estás ahora, colocaba yo a mi Hilario. Cogía de frente a mi hombre por debajo de los brazos, y estrechándolo con todas mis fuerzas sobre mi cuerpo, lo dejaba caer poco a poco sobre ese mismo cojín de colores en el que tú ahora estás sentado.
Dejo que se desahogue con sus recuerdos. Y veo normal que la mujer cambie por completo el tono de sus palabras. Palabras que desde la confianza hasta aquí mostrada, se convierten a partir de ahora en dardos inesperados. Su dolor es tan fuerte que su cara, sus manos, su gesto se llenan de rabia. Rabia que lanza sobre mí como si yo fuera el culpable de su desgracia. En los hechos que la mujer me cuenta, yo me limité, entonces, a entregarle aquel fatídico telegrama. Comprendo que el dolor puede enloquecer; pero no hasta el punto de que confundamos la mala noticia con su mensajero.  La mujer me pide ahora que me levante. Quiere demostrarme lo mucho que amaba a su Hilario. Abre la tapa del aljibe, mete su cabeza dentro, también me coge del cuello, y grita con todas su fuerzas para que el eco de sus palabras retumben como un trueno en mis oídos: ¡Hilariooooo, te quieroooo!. Esta mujer piensa que, deshaciéndose de mi, podrá así recuperar a su marido.
P. D. Si alguien quiere saber como acaba esta historia, tendrá que dirigirse al Juzgado del Collado. Desde el fondo donde estoy metido, imposible seguir contando. Allí, en el sumario, tal vez encuentre los pormenores del desenlace de este caso.

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