sábado, 8 de febrero de 2014

Donde no alcanza la vida, llega la muerte




El vendedor de cadáveres. 
La muerte en venta.

Esta mañana me desperté con estas dos frases que no vienen a cuento. No respondían a presentimiento alguno, a ninguna idea en concreto. Precisamente anoche soñé que, cual Borbón-Federico-Infante en olor de multitudes, subía inmaculado y venerable las escalinatas de los Jugados del ocioso cielo de Palma. Sendos epígrafes me vinieron a la cabeza sin más. ¿O tal vez, una noche, los escuchara de mi amigo, borracho de vida y letras, aquel gitano, hijo del que fuera el limpiabotas oficial del Casino de Murcia? Como queriendo su inspirador ofrecerme la primicia compendiada de algún argumento para un posible planfetario best-seller.

Con todo, me pregunto a qué pudiera deberse este enunciado a solas, sin contexto ni referencia. Tan sólo el eco lejano de una noche caliente y ebria. Y no encuentro razón ni vivencia próxima que lo justifique. Tampoco la muerte en sí la tiene, y no cesa de invadir el derecho a la vida que todos nos merecemos: nuestra inmortalidad machacada. Y no queriendo desentrañar este macabro asunto de mercadonear con la muerte por su indecencia y necrofílico proceder, aún así, me detengo un momento, por ver si su escueto y críptico recuerdo pudiera servirme de ayuda, aunque sólo fuera para sacar los pies de este plato sin caldo ni lentejas en el que bregamos por culpa de lo que llaman crisis, y es vergonzosa y simplemente a mano armada un atraco.

Hay libros, de los que sólo su título se salva. Y esos son los buenos, pues consiguen concentrar en una o dos palabras, exordio, nudo y desenlace. Que si yo fuera editor o crítico, tan sólo publicaría libretos como el que el otro día cayó en mis manos. Su autora es una niña de la Guajira colombiana con tan sólo diez años. Y todo su contenido no llega a ocupar una línea. Y dice así: Una mariposa vive sólo un día, pero goza toda una vida. Libros que, no por la brevedad, su enjundia es poca. Tuve que pararme un buen rato para comprender la ajetreada historia de esta feliz mariposa que sortea collados, espinas y trampas por los campos de batalla en busca del polen más deseado, sin siquiera saber el insecto que lleva la flor más olorosa y fresca encima de sus propias alas. Y aún así, todavía he terminado de saborear del minúsculo libro toda la dulce trama que esconde dentro.

Palabras como La muerte en venta y El vendedor de cadáveres, no me traen a la memoria ni mucho menos la escena del rubicundo Judas, que vendió una muerte ajena por una miseria. Ni acudo aquel dios siquiera, que quiso conseguir la redención de la humanidad entera a cambio de una muerte que no era suya, sino la de su hijo unigénito. ¡No! Yo en caso de poner la muerte en venta, no sería la del vecino, la tuya, ni la cabeza de Herodes, ni siquiera la de Mariano Rajoy. Sería la mía, la propia. Pero no encuentro a nadie que por ella me dé un céntimo, aunque sólo para que mis allegados en paro no tuvieran que pagar por mí a la funeraria.

Pero sí me acuerdo de aquel gran amigo mío, gitano de pura cepa, alegre, bebedor y amante del boxeo. Cada equis días iba a vender su vida o su muerte. Al vampiro- me decía que iba, a vender su sangre. Le daban unos cuantos duros por un cuartillo del río negro y bullicioso de sus venas. Y luego me invitaba a la taberna, y a su salud o a su muerte, los dos brindábamos como hermanos, no de sangre, sino de fiesta, vino y letras. Y por su muerte que a plazos poco a poco vendía o escribía por entregas, bebíamos hasta las tantas entre reseña y reseña. Porque no era un analfabeto mi amigo, el Lustre, que así se llamaba. Su padre era el limpiabotas oficial del Casino de Murcia. Tal vez por ello a mi amigo le quedara el rescoldo ilustrado de aquellos gordiflones jubilados que ponían en primavera sus eméritas barrigas, ranas a solear, sentados frente a las cristaleras de aquella emblemática fachada de la Trapería, la calle más cursi de la ciudad. Y así entre chato y chato, y un guardia civil de tapa, mi amigo, el hijo del Lustre, me decía:
Que sepas, amigo mío, que donde no alcanza la vida, la muerte llega

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