Ayer tenías pocos años, la edad en la que el sol encendía los pétalos de tu inocencia. Hoy el tiempo sólo ha necesitado un segundo para machacarte el cráneo. El tren pitó, pero ya era tarde. Te arrolló, te arrastró y te lanzó contra las mismas barreras del paso a nivel. Todo fue muy rápido, -me cuentan. Tan rapido como el mazazo del juez contra las tablas de la naturaleza. Te solté de mi mano. Quisiste coger aquel gorrión parado en medio de la vía. No pude hacer nada. Te grité desde la cárcel donde cumplo condena por robar lo que era de todos, por ocupar junto con otros una finca del Estado, por reivindicar el uso social de la Tierra. No me oíste.
Hoy el color del melocotón ya no enciende tu cara, ni tampoco la salida de los niños de la escuela alegran la calle. No me pongo el sombrero de paja que me regalaste en mi cumpleaños. Hoy el pequeño trozo de cielo que se asoma por los barrotes de mi celda no ríe, ni el viento canta, y cuando tu madre en el bis se me ofrece en amor, mi pasión se apaga. Nuestras lágrimas no consiguen germinar la semilla de tu presencia. En las noches de luna llena, en lugar de escribir versos en el jergón de mi condena, escupo a las estrellas tu sino. Ya no pintarrajo con palotes los días que me faltan para salir a verte. La lluvia no besa con tu boca mis labios resecos de llagas. Hoy maldigo a los pájaros, a los forenses, a mis manos que te soltaron, a la propiedad privada, al comercio justo, al lucero del alba. Me sobra rabia para fundir con mi infierno todas las malditas locomotoras del mundo. Se acabaron mis cuentos a los pies de tu cama.
Ayer, nada más despuntar el sol, me levantaba solícito para ver en tu cuerpo la madrugada. La sinuosa línea de las montañas se reflejaba azul sobre tu frente en calma. El jugoso cañaveral de tus saludos alegres que bordea el pequeño huerto tampoco me da tus buenos días.
¿Te acuerdas de aquel verano de gira por los campos del sur? Al levantarnos, lo primero que hacíamos era ir a la higuera, y con el deleite que sólo tu compañía me daba, allí mismo nos comíamos dos o tres de sus higos más maduros. Con atención protectora contemplábamos la risueña cara de los pequeños frutos de los limoneros que colgaban como alegres sonajeros de la cuna del mundo. La tierra era nuestra. Ni dioses, ni jueces, ni amos. El sol salía para todos.
Hoy todo es distinto, todo es vulgar, nada merece la pena. El planeta entero es una finca particular. Todo está acotado. La higuera tiene su dueño, al mandarino le ha picado la mosca. Y alrededor, al otro lado de la alambrada: sisca y monotonía. Desde entonces las rosas no huelen. El pan es una piedra y la uva hiel que mata.
Son las doce del día, desenfadado aquí metido en el jergón de este trullo. Amordazado desde la cabeza a las patas. Nadie me habla, el almendro calla, la olivera muda de mis penas pasa. Ni el dulce bamboleo de los lazos de las cebollas me acaricia el alma. Y allá, en el reino de la libertad, los ricos mandan.
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