El pobre hombre se extrañaría de ver la noche, siempre tan alta y segura, espantada de sí misma, llena de miedo. Frágil niño amedrentado, como la misma noche, no tiene donde caerse muerto. Lleno de frío se refugia bajo las negras sombras que dan a la calle del Mercado. La lluvia le obliga a esconderse, a sepultarse bajo los charcos, espejos rotos a lo largo de su currículum pordiosero. Y siente cómo el crispado olor de la muerte, lombrices chupándole el alma, le atascan de barro sus narices heladas. Intenta dormirse al abrigo de unos cartones que, hasta hace muy poco, fueron envases de calefactores de cuarta generación.
Al hombre le acompaña siempre un perro, un perro limpio, brilloso. Contrasta la buena presencia del perro con la cadavérica figura del mendigo. En un banco público del jardín de Los Huertos, acostumbran los dos a pasar la noche. El perro, guareciéndose de la helada noche, bajo las tablas del banco; el hombre, tendido sobre el asiento, deja caer su cabeza sobre un macuto lleno de mendrugos. Algunas estrellas, que del gélido cielo huyen, se cuelan también en el hatillo del mendigo.
A la mañana siguiente, se levanta el hombre por ver si el clarear del día se sobrepone a la oscuridad, al horror de su muerte, para que el sol disuelva sus entumecidos temores y sentirse vivo; aunque sólo sea por un segundo, un segundo de felicidad sin limosnas, sin risas, hipocresías ajenas, una felicidad sin nombre, sin palabras, sin proyecto, no calculada, sin tiempo ni concreción, vacía, sin compasión, independiente y huérfana. Perro y hombre, ambos husmean a las puertas de Verónicas. Una señora sale del mercado con su carro de compras que huele a boquerón y costillas de cordero; se detiene para dejar paso al hombre. El perro duda, no sabe a quien seguir. Decide por fin, seguir a su amo, que vale más malo conocido que bueno por conocer.
Ya es mediodía, la hora de la comida en los países desarrollados. Su respiración, entrecortada y extrema, apenas le alcanza. Los pies descalzos del pobre consiguen a duras penas llegar al sitio, su casa, el banco de madera, su hogar. Allí por fin, como animal bravío, en tarde de toros, dejará el hombre caer el desguarnecido cuerpo de su maldita vida. El perro se teme lo peor. El alboroto del día, los muchos peatones que a estas horas pasan por lugar tan céntrico, el ruido de los coches que circulan por la carretera paralela que lleva al puente viejo, el bullicio de las fiestas, apagan cualquier lamento. El perro desolado y desoído no deja ni un momento de acompañar a su amo muerto. Y protege con sus patas la muerte que el mendigo lleva en su pecho.
Tu también tienes un perro, un pastor alemán. Y lo sacas todas las mañanas, precisamente por esta misma zona. Y al pasar cerca del banco de madera, ves que tu perro se pone nervioso, se agita de manera extraña, como avisándote de un peligro.
El resto, ya es sabido. Descubres al perro de un mendigo con sus dos patas sobre el cuerpo de un hombre que yace sin vida sobre uno de los bancos de los jardines del Huerto. Das parte, llamas por teléfono. Y regresas a tu casa. Allí te espera tu mujer, con la mesa puesta.
Al hombre le acompaña siempre un perro, un perro limpio, brilloso. Contrasta la buena presencia del perro con la cadavérica figura del mendigo. En un banco público del jardín de Los Huertos, acostumbran los dos a pasar la noche. El perro, guareciéndose de la helada noche, bajo las tablas del banco; el hombre, tendido sobre el asiento, deja caer su cabeza sobre un macuto lleno de mendrugos. Algunas estrellas, que del gélido cielo huyen, se cuelan también en el hatillo del mendigo.
A la mañana siguiente, se levanta el hombre por ver si el clarear del día se sobrepone a la oscuridad, al horror de su muerte, para que el sol disuelva sus entumecidos temores y sentirse vivo; aunque sólo sea por un segundo, un segundo de felicidad sin limosnas, sin risas, hipocresías ajenas, una felicidad sin nombre, sin palabras, sin proyecto, no calculada, sin tiempo ni concreción, vacía, sin compasión, independiente y huérfana. Perro y hombre, ambos husmean a las puertas de Verónicas. Una señora sale del mercado con su carro de compras que huele a boquerón y costillas de cordero; se detiene para dejar paso al hombre. El perro duda, no sabe a quien seguir. Decide por fin, seguir a su amo, que vale más malo conocido que bueno por conocer.
Ya es mediodía, la hora de la comida en los países desarrollados. Su respiración, entrecortada y extrema, apenas le alcanza. Los pies descalzos del pobre consiguen a duras penas llegar al sitio, su casa, el banco de madera, su hogar. Allí por fin, como animal bravío, en tarde de toros, dejará el hombre caer el desguarnecido cuerpo de su maldita vida. El perro se teme lo peor. El alboroto del día, los muchos peatones que a estas horas pasan por lugar tan céntrico, el ruido de los coches que circulan por la carretera paralela que lleva al puente viejo, el bullicio de las fiestas, apagan cualquier lamento. El perro desolado y desoído no deja ni un momento de acompañar a su amo muerto. Y protege con sus patas la muerte que el mendigo lleva en su pecho.
Tu también tienes un perro, un pastor alemán. Y lo sacas todas las mañanas, precisamente por esta misma zona. Y al pasar cerca del banco de madera, ves que tu perro se pone nervioso, se agita de manera extraña, como avisándote de un peligro.
El resto, ya es sabido. Descubres al perro de un mendigo con sus dos patas sobre el cuerpo de un hombre que yace sin vida sobre uno de los bancos de los jardines del Huerto. Das parte, llamas por teléfono. Y regresas a tu casa. Allí te espera tu mujer, con la mesa puesta.
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