sábado, 11 de enero de 2014

Escribir patológico



¿Qué es lo que hace renacer sin fin a la literatura? ¿Qué es lo que hace escribir a los hombres? ¿Los demás hombres, su madres, las estrellas, o las viejas enormidades, Dios, la lengua? Las potencias lo saben. Las potencias del aire son ese vientecillo que atraviesa los follajes. Rimbaud el hijo (Pierre Michon)

Llevo dentro un escritor a quien nunca leí, de quien nada de su lirismo e ilustrada prosa había oído hablar hasta ahora. Le ocurre a cualquiera. Un día te encuentras con quien jamás has visto, y es como si lo conocieras de toda la vida. Conocí a Pierre Michon un día avinagrado como el de hoy, en el que la humedad y el gris lo emborronaba todo. Se presentó con un libro en su mano extendida. O tal vez fuese él, el libro en persona. Al estar yo medio dormido, no pude saber cual de sus obras me mostraba. ¿Mitologías de invierno? Por la extravagancia del momento, pudiera ser.

Desde la ventana de la habitación tampoco alcancé ver el cartel luminoso. Todos los días al levantarme, subía la persiana. Mi ritual consistía en mirar el reloj del anuncio de la farmacia, y saber así la hora. Pero aquella mañana, tanta era a la niebla, que aún siendo mediodía, me fue imposible ver los dígitos en un dial apenas perceptible a causa del mal tiempo. Luego, supe que esa costumbre me vino de Kant, y éste, a su vez, la heredaría de la ancestral manía del ser humano de preguntar a cada instante: ¿qué hora es?, ¿a qué día estamos?

Al despertarme no le digo a mi pareja, como hacen los franceses: ¿has dormido bien? Lo primero que hago, en cuanto amanezco, es preguntar la hora. Vida y tiempo son una misma cosa. Detenido el tiempo dejarían de aletear mis párpados. Exactamente igual que el fluorescente reloj de la farmacia, que no me deja, en este momento, ver sus indicadores. Nada tiene consistencia fuera del tiempo. Todo es impensable fuera del reloj de nuestra vida. Y cuando yo no veo hora alguna en el dial de la farmacia, me dan ganas de regresar de nuevo a la cama, y cubrirme con el no-tiempo de las sábanas blancas.

Aquel día, los coches, aún siendo casi mediodía, circulaban con los faros encendidos. Y el asfalto recubierto estaba de un manto oscuro, como si estuviera lloviendo. Ni siquiera me dio tiempo a limpiar el espejo del baño. El vaho inundaba el cristal, y así no había manera de afeitarme siquiera.

Y así fue como, al no apreciar mi rostro en el espejo, dudé de mí mismo. Como si se hubiesen acabado las pilas de mi existencia. Y me acordé también de aquel muñeco azul que me regalaran mis padres. Recuerdo que era un payaso que tocaba los platillos. Pero aquel juguete muy pronto dejó de aplaudir con su divertida música. Entonces, yo le daba vueltas a una llave que tenía en la espalda; y de nuevo el payasete se ponía en movimiento. Y es que de niño todo era muy fácil: despertarse y empezar a jugar, todo era al momento.

Aquel día, como digo, la niebla y el no poder ver la hora en el dial de la farmacia que había frente a mi casa, me devolvieron como un muñeco sin cuerda a mi cuarto. La sombría nostalgia de la mañana, un lunes después de las fiestas de navidad, me llevaron de nuevo a la cama.

Y fue precisamente entonces, cuando se me apareció aquel duende de la palabra con su Mitologías de invierno sobre la mesita de noche. Los reyes magos de mi mujer me habían dejado allí el libro. El libro estaba envuelto en papel de regalo, desde hacía una semana, ¡y yo sin darme cuenta!. Mi mujer es de la opinión que las sorpresas no han de ser guiadas. Son más gratificantes si las descubre uno por si mismo. Y así, con retraso, me sorprendió, repito, este duende; porque Michon es un duende, que hace que te olvides de la palabra que lees, y te quedes sólo con el color y su belleza. A Michon parece no importarle la grandiosidad de su historia. Para su satisfación, (y también la mía), basta sólo fijarse en lo más banal de una escena. Pero, eso sí, esta simple circunstancia, en la que se detiene el escritor, colma de emoción y sentido toda su obra. A Michon tampoco parece importarle mucho el largo tiempo transcurrido en las historias que cuenta. Es el instante, ese instante casual y fortuito, de no ver los números en el dial de una botica cualquiera, el que me lleva, a mi por ejemplo, a escribir aquí, por si tal vez estas letras me ayudaran a saber la hora y sus minutos, y así, como el payasete de mi infancia, sentirme vivo, y hacer sonar el amarillo de los platillos de la vida.

Y es el mismo Michon quien ayer mismo hablabla, en el Campus Lo Contador de Santiago de Chile, de este misterioso poder de la escritura:
Los momentos en que escribo son los más gozosos, es cuando puedo ser yo. Pero puedo raras veces decirlo. Soy un autor de unos pocos domingos al año. Pero ahí está la cumbre de la vida. Me parece que mi manera de escribir es patológica.

3 comentarios:

  1. No lo he leído y ya me has picado la curiosidad.
    Michon escribirá bien, pero leerte a ti es una auténtica gozada.
    Un abrazo, Blao.

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  2. Me sumo al comentario de Isabel, también a mi me pasa que al leerte siento que percibo más mi fragilidad...Gracias Juanico.

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  3. Descubrir siempre tus palabras! Descubrir a Michon!

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