sábado, 14 de diciembre de 2013

Abandono de la palabra



No escribo porque sí el título de esta breve historia. Y si tomo de George Steiner, Abandono de la palabra, como comienzo de este cuento, se debe a la contrariedad que siento al ver como el lenguaje cada vez más es el mentidero de la verdad. El mismo Steiner en su libro Lenguaje y silencio afirmaEl Apóstol nos dice que en el principio era la palabra. Pero no nos da garantía de su final.

La niña, antes de dormirse, se desprendió de un pequeño envoltorio que llevaba en la mano. Y como la mujer que al acostarse se quita sus mejores pendientes para de nuevo lucirlos al día siguiente, la niña, después de besar aquel papel, lo guardó con cuidado debajo de la cabecera. Luego, apagó la luz. Y a mi ya no me dio tiempo a leer lo que allí ponía. Aunque, por la ternura del gesto de la niña, deduje que lo escrito sería muy importante. Con todo, quise comprobar si así era. Y por la mañana temprano, antes de que la niña se levantara, me presenté en su habitación para ver si podía entonces apreciar bien el valor de aquella palabra que ella misma escribiera.

Todos hemos sido pequeños; y en nuestra memoria guardamos, como en tinieblas, algo que sucedió en nuestra infancia, pero no estamos seguro si así fue. Y aún a pesar de ello, no sabiendo de la certeza de aquel hecho, su impronta, al día de hoy, aún permanece con nosotros. Hablo por mi.

Tendría yo los mismos años que la niña de esta breve historia que os cuento. La Semana Santa estaba a vuelta de la esquina. Y era costumbre, que casi todos los niños del pueblo participaran en una procesión, la procesión de los farolicos del martes santo. Los niños, ataviados con las mejores galas de la cofradía, acompañaban, no me acuerdo a qué Cristo, si al de las Angustias, al Nazareno, o al del Sepulcro. El año anterior, yo me quedé sin salir en esta procesión. En mi casa, bastante teníamos con sobrevivir. No había para fiestas, ni pasacalles, por muy santas y religiosas que fuesen. Al año siguiente, un amigo que vivía enfrente de mi casa, dos o tres meses antes de que llegara la semana santa, generosamente me prestó su hábito, el cíngulo y su farol. Y yo los guardé en el armario de luna del dormitorio de mis padres, escondidos detrás de los vestidos, chaquetas y pantalones que colgaban de las perchas, cual candado cerrado a mano ajena que quisiera apoderarse de ellos, y con el mismo deseo de durar (Le dur désir de durer) que embargara a Paul Éluard.

Si he interrumpido aquí el incidente de esta breve historia con la que empecé este relato, sólo es para añadir, que el gesto de rabia, abandono y pena que yo vi aquella mañana en la cara de la niña, fue el mismo que sentí el día antes de la procesión de los farolicos, cuando fui al armario de la habitación de mis padres, y allí no había nada, ni farol, ni hábito, ni cíngulo que Dios fundara. Tampoco aquel año pude salir vestido de nazareno alumbrando al Cristo Yaciente por la calle Mayor de Azulada. Luego, con el paso del tiempo pensé que aquello tal vez no fue real, que mi amigo no me prestara nada. Con todo, la sensación de que alguien me robó por aquel entonces algo muy valioso, no ha desaparecido. Al día de hoy, aún llevo esta pérdida conmigo a cuestas.

La niña, cinco años tenía. Dos veranos, desde que su madre muriera. Hacía tan sólo unas semanas que la niña había aprendido en la escuela a escribir algunas palabras. Y ¡ay que ver cómo ella disfrutaba escribiendo la palabra m-a-d-r-e! Con la concentración y abismamiento propios de una gran artista. Como si fuese ella misma con su deletrear virginal y cauto la que diera vida y creara lo que escribía.

No hace falta decir, que cualquiera que lea esta historia, ya antes de que yo termine, habrá adivinado, tanto la palabra escrita que la pequeña guardó aquella noche debajo de la cabecera, como el final de este cuento.

Con todo, no me quedo con las ganas de decir, lo que yo vi aquella mañana cuando se despertó la niña. A pesar de que los sueños la distrajeran y la alejaran de su vivir avispado, la pequeña lo primero que hizo al levantarse, incluso antes de abrir los ojos, fue buscar la palabra bajo la cabecera. La palabra estaba allí; pero la niña no vio salir de sus letras, (escritas por ella misma, el día anterior, en la escuela), destellos, ni caricias. La palabra estaba vacía, no tenía labios que la besaran, ni de sus senos abrigo ni leche brotaban.



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