viernes, 22 de noviembre de 2013

Sumisas




Esa tarde, recuerdo que llovía a cántaros. El agua bajaba como un gran río por el callejón del santo Sepulcro. Las culebrinas azotaban el cielo oscuro que se resquebrajaba de luz como el espejo hecho añicos por el pelotazo de un niño. Movida por el viento, la persiana sacudía con furia el cerco de la puerta. Y sus golpes, gritos de ajusticiados parecían. Asustado por el estruendo de los rayos y el aullido de la tempestad, para tranquilizarme, me puse a mirar desde la ventana la avenida que arrastraba lo que a su paso encontraba: un cojín, una muñeca de trapo, una silla, todo nadando a la deriva. Y hasta vi un gato negro empujado por las aguas callejón abajo. Me fijé bien en el animal, y me pareció ver a la gata de don Francisco Javier, el hijo mayor de don Pedro el Cardenal.

Francisquito tenía una mujer como quien tiene un Maltés hembra. El hombre cuidaba a la perrita, le daba de comer y hasta con el secador después del baño aireaba su rizada pelambrera. Los domingos por la tarde también la sacaba a pasear. Y para que no se extraviara, la traía siempre atada de un collar azul muy elegante que su mujer doña Dorotea le comprara. Francisco Javier estaba tan contento con su mujer como con su perra, cielito, así la llamaba.

Allá donde fuera el marido, todo el mundo celebraba tanto la hermosura de Dorotea, como la sumisión del animal que siempre les acompañaba. Y llegó el momento que don Francisco Javier llegó a confundir a su mujer con la perrita maltesa. Y cuando sus amigos le preguntaban: ¿qué ojos, qué cara, que orejas y rizos tan elegantes, Paquito, tienen hoy el orgullo de hacerle compañía? Entonces Francisco Javier orgulloso y cariñoso pasaba su mano extendida por el lomo de la esposa. Y es que el hombre estaba muy agradecido tanto por la mujer como por cielito, la perrita maltesa. Nadie administraba y vigilaba la casa mejor que ellas.

Pero no todo son venturas en esta vida, pues como dice el Eclesiatés también el llanto tiene su tiempo.Y así fue como don Francisco Javier, el hijo mayor de don Pedro el Cardenal, como quien pierde la cartera un día de procesiones, perdió a su mujer de un infarto. Los animales, al igual que nosotros, también sienten la desaparición de sus amos. La hacendosa perrita Maltés, murió a la semana siguiente que lo hiciera Doro, la mujer de su amo. No sabemos si de pena, o cansada de tanto sometimiento.

Y como no es bueno que el hombre esté sólo, don Francisco Javier, pasado el luto, decide buscar una nueva compañía. Pero al haber sufrido tanto la pérdida de su primera mujer, no quiere que su nueva esposa tenga ningún parecido con aquella.

Y esta vez, don Francisco elije una muchacha no tan vigilante y astuta y con tan gran olfato para las labores de la casa como la anterior, la escoge linda y zalamera, dulce y mimosa. Y al principio, tan feliz fue don Francisco Javier con esta segunda mujer, que le regaló una preciosa y sigilosa gata siamesa. Y así transcurría tranquila la vida del hijo de don Pedro el Cardenal, servido y querido tanto por su nueva mujer como por la gata siamesa. Cuando llegaba la noche y los terrores se adueñaban de la casa, los tres, hombre, mujer y gata, se acostaban juntitos en la cama. Esta era la manera que tenía don Francisco de ahuyentar sus malos presentimientos.

Un día, don Francisco Javier, al ir a ponerse los pantalones, encontró un siete en uno de sus camales, como si fuese hecho a propósito por los zarpazos de un animal en celo. La mujer quitó hierro al asunto diciendo al marido que la gata, jugando con su juguete preferido, un ratón de lana de colores, se enredó con el pantalón, y de ahí el descosido. Otro día, al volver del casino, Francisco notó en la mirada de la gata como si viera los ojos de su primera esposa. La mujer de nuevo convencería al marido de que los poderes misteriosos que a veces se atribuyen a los gatos no son sino pura suspechería.

Con todo, conforme pasaba el tiempo Francisco Javier más desconfiaba de la gata y de su esposa. Las veía tan acarameladas como si las dos tramaran un plan en su contra. Llegó a esta conclusión la misma tarde de la tormenta. Los truenos, el viento, las correntías, el ruído de las persianas contra el cerco de las ventanas alterarían a don Francisco Javier. El hombre llegó como una sopa, todo calado a casa, deseando que la mujer dispusiera la chimenea, y a punto le sirviera una taza de hierbaluisa que lo calmara. ¿Dónde están mis princesas? -gritaba en vano. Todo lo encontró por enmedio, la cama sin hacer, los cacharros de la cocina sin fregar. Buscó a la mujer por todos los rincones. Hasta que al final encontró a la gata acurrucada en un rincón del trastero del pasillo. El hombre la miró a los ojos, y de nuevo vio en ellos tanto los ojos de su primera como de su segunda mujer. Se puso loco. No supo lo que hacía. Cogió el palo de la fregona y aporreó al felino sin saber si a quien apaleaba era a su mujer o a la gata.

Luego abriría la ventana y arrojaría a la gata al torrente de agua que bajaba por el callejón del santo Sepulcro, al tiempo que repetía las palabras de san Pablo a los efesios: mujeres, sed sumisas a vuestros maridos.

1 comentario:

  1. Que bien escribes, Juan, es un gozo leerte.
    Quitando la última frase, me ha encantado el cuento. Y puedes suponer por lo que no me ha gustado esa cita de San Pablo: soy mujer y me enardece esa actitud machista. Aunque a ti te lo perdonaré, pues es el personaje quien la usa, aunque, ay... Bien podrías haber escogido otra.
    Un abrazo sin zarpazo, con ojos de borrega y no de gata.

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