domingo, 11 de agosto de 2013

Una monja pintora y el joven grafitero



Aquella noche no podía dormir. ¿El motivo? Un dolor de muelas. Salí a entretener el sueño y a despistar mis encías. Vivo dos calles detrás de las vías del tren. Atravesé la puerta principal de la estación. El reloj sobre la hornacina de la fachada marcaba las tres y algo.  A esa hora de la madrugada, al ser el tránsito ferroviario escaso, las dependencias estaban casi desiertas. En la sala de espera, un mendigo dormía acurrucado sobre dos asientos yuxtapuestos y colocados así a posta. Una pareja de jóvenes con sus mochilas en el suelo tecleaba cada uno su móvil por separado. La única luz encendida, la que salía de la pantalla azul del panel de información, anunciaba la llegada del granaíno a las 4:30. En la cantina, un policia nacional junto a la barra charlaba con el camarero. Lo que me llamó la atención de este agente es la pistola que llevaba. Era parecida a una de esas armas eléctricas que se ven en las películas de ficción y que disparan culebrinas fluorescentes inmovilizando al instante al enemigo.

Ya una vez en el andén, me puse a pasear como quien disimuladamente espera la llegada del próximo tren. Llegué hasta donde un par de vagones aguardaban al fondo de un hangar, tal vez para ser enganchados a una máquina que zarparía al día siguiente rumbo al norte. Y allí estaba Marcelo. Yo no conocía de nada a este grafitero. Supe su nombre al día siguiente por los periódicos: Joven grafitero, Marcelo Sánchez, muere al ser sorprendido por un policía, cuando pintaba el lateral de un vagón en la estacíón de Los Dolores.

El muchacho al verme, no huyó. Tal vez porque, antes que él se diera cuenta de mi presencia, le alabé el gusto. No era para menos, pintaba la Monalisa. El sólo me dijo, sin dejar un momento de agitar sus aerosoles sobre su obra de arte: nunca entenderé qué daño puede hacer un grafiti. Luego yo seguí engañando mi dolor de muelas duarante una hora más entre idas y venidas por el andén solitario. La luna creciente afilaba su hoz sobre las hojas atemorizadas de los dos grandes chopos de la entrada de la estación. En ese tiempo me sentí como protector del arte anónimo, silencioso y a oscuras de un joven que quería mostrar el misterio de una sonrisa por todas las estaciones del País, contagiar al mundo su imperiosa necesidad de correr en busca de un futuro.

Al salir de la estación, me pasé por la cantina. El policía nacional aún estaba allí. De nuevo mis ojos se detuvieron en el brillo metalizado de su pistola ultramoderna. Un coñac antes de volver a la cama aliviaría mi dolor de muelas. Y así fue. Me dormí muy pronto entre dos imágenes a medio: la de un joven artista que sentía el arte como vértigo, provocación y escapada. Y la segunda estampa que me vino a la cabeza antes de conciliar el sueño fue la de la pintora de un convento de Zaragoza a la que unos días entes le habían robado casi un millón de euros en billetes de 500 escondidos en bolsas de plástico, fruto de la venta de sus cuadros. Ya luego lo que soñé apenas lo recuerdo. Tan sólo dos personas discutiendo sobre las bondades, intereses y desventuras del arte: una monja pintora llamada Isabel y el joven grafitero.

Luego a la mañana siguiente me desperté como nuevo. Pero poco duró mi alivio, el tiempo que tardé en leer en la prensa local:
Apenas tenía 18 años. Sus amigos le llamaban Davinci. Tras una persecución policial entre vías y vagones por los aledaños de la estación de Los Dolores,  el joven Marcelo Sánchez fue abatido por la descarga eléctrica de un táser (arma no letal) empleada también en la captura de animales muy peligrosos. Según palabras del mismo jefe de la policía, el joven grafitero murió de muerte súbita en las dependencias de la comisaría. 

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