En medio de una travesía interminable, cansado más por la largura de la calle que por mi propio agotamiento. Camino entre clonizadas e innumerables mujeres, hormigas de su intendencia doméstica, van y vienen del mercado de los jueves. De mi mano derecha cae pendular una cartera de cuero negro en la que escondo pudorosamente mi último manuscrito, tallado a mordiscos en el claroscuro de mis amaneceres en Azulada. Su carga, sentimientos a bulto, me pesa por el fardo ingrávido de su contenido: pataleos de inconformismo condensado en la espesura de más de doscientos folios que se esfuerzan a trompicones de dudosa biografía hacia la búsqueda de un niño arrancado de los brazos de su madre por el Coco.
Me dirijo, al filo del mediodía, con un portafolios cargado de recortes, un puzzle, trozos de niño recién construido y rescatado de las cenizas del recuerdo. Voy al registro de la propiedad intelectual a patentar aquellos días de gloria impúber enterrada en el patrimonio colectivo de los esperanzados en la fermentación de la levadura de su resurgimiento. Quizá un sábado de fiesta el sepultado lázaro que duerme frustrado en este enlutado maletín, se yerga ileso, curado de olvidos y magulladuras, y resplandecido por futuros evocadores de sueños enterrados, resucitado, al susurro mesiánico de una posible lectura vivificadora.
La causa de mi sorpresa, el contrapeso contradictorio de lo que llevo en la otra mano, que cae también, como la derecha, en oscilación basculante, un manojo de cebollas, tres kilos de tomates y medio melón (mi madre nutricia) que acabo de encontrar en este zoco de verduras. Maternidad y niño, cultura y agro se dan la mano en el vergonzoso escándalo de su inusual coincidencia. No siempre agricultura y retórica, madre e hijo, aún en contra de su reciprocidad y correspondida semántica, fueron parejas.
Me paro, ahora más sorprendido, al ver que los que me anteceden en la compra, ni siquiera se soliviantan al verme con mi ilustrada carpeta aviándome también de la variopinta camella tenderil que nos abastece a todos por igual en nuestra dependencia maternofilial y gastronómica.
Las frutas del almuerzo muy pronto se han licuado en mi vejiga. Mi incontinencia urinaria está a punto de estallar. A dos calles del mercado se encuentra la Biblioteca del Estado. Y antes de pasar por la ventanilla del Registro de la Propiedad Intelectual, pregunto por el aseo. Es aquí, mejor que en cualquier retrete de los bares del entorno, atestados de meones prostáticos, donde me encarrilo a desaguar los residuos de mis reciclados hidratos.
El agente de seguridad, acostumbrado a cruzarse con escritores de engominada presencia, al verme pasar con mi bolsa de plástico llena de hortalizas, pestañea dos o tres veces. Y me advierte: Señor, aquí no se registran patatas ni cebollas. Le muestro como salvoconducto la cartera de cuero en la que llevo el manuscrito de mis niñadas por la vieja Azulada. El securata parece comprender. Voy un momento al aseo, -le digo. Y dejo en el suelo, antes de entrar al servicio, el avío del mercado (mi madre recuperada) y la cartera del original de mi niño mecanografiado.
Salgo del garito evacuador, ligero, fresco y dispuesto a pagar las tasas necesarias para que aquello que un día escribiera en Azulada, mi pequeño perdido, y que allá luego encontrara, patentado por siempre quede en los anales de la biblioteca eterna del municipio. ¿Y qué es lo que encuentro? ¡Nada! Algún avispado ratero o el mismo tío del saco, aquel que me robara mi niñez en Azulada. Y otra vez así me hallo, sin mi madre y sin ese niño que dicen, todos llevamos dentro.
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