Desagradecidos hemos aprendido a caminar sin los dioses que nos hicieron del barro, pero aún no sabemos respirar sin nuestra Casa Real, que ni pincha ni corta, sino todo lo contrario. Es la guinda del pastel que ya nadie come, tan sólo está de adorno, pero ¡queda tan bonita esta tarta aborbonada de cacerías e infidelidades! Y allá nos vamos hoy con nuestro monarca y su séquito al corazón de Marruecos, la bota militar del Sahara.
El otro día oí que un señor se disponía a escribir un libro sobre las curiosidades gastronómicas de la familia real. Y me dije ya está, “la alimentación al poder”. Y es que comer y cagar todo es lo mismo. Me chocó que entre sus primicias imaginativas el autor nos adelantara que al Rey, además del estofado de elefantes, lo que más le gusta es tomarse el café sin azúcar. Todo un ejemplo en alguien a quien corresponde ser dechado de virtudes. Algunos comerán gloria. Y me acordé de aquel cuarteto que entre diarreas y caguetillas leí en el ilustrativo y cultural encerado del primer urinario público que pisé siendo apenas un niño: En este mundo cochino / nadie sin cagar se escapa / caga el pobre, caga el rey / caga el obispo y el papa.
Y adivinando el sicoanalista tales fétidos pensamientos, cual si yo fuese el divinísimo Marqués de Sade, me aconsejó que, si no quería ver mi dignidad arrastrada por tan desusada obsesión encoprésica, tratara de corporeizar mis fobias: Tus tropelías anarquistas -me dijo el lacaniano-, se deben precisamente a que no te has enfrentado con el fantasma que corroe el submarino de tu desviado eros. En el fondo tú eres ese Rey guillotinado del que tan sacrílegamente despotricas. Deberías de alguna manera cosificar, reencontrarte con él, si quieres realmente disfrutar del poder que emana de tus esfínteres republicanos.
Y hoy precisamente que su Majestad visita el reino alauita, sigo sus pasos. Estoy en el bar del palacio de jarapas y bolillos, calados y puntillas de Rabat. Uno de los escoltas me dice que don Juan Carlos después del almuerzo tiene previsto tomarse aquí mismo un café, y de paso comprar un burqa a doña Sofía para escurrir las miradas de los mineros asturianos.
Ya es mediodía. Y en este mismo momento veo como el perfume heráldico irrumpe en salvas de multitudes dentro de la cafetería. Y antes de que nadie me quite mi real voluntad, desde la mesa donde a primeras horas de la mañana aguardo impaciente, grito bien fuerte al secreta disfrazado de camarero:
Un solo sin azúcar para el Rey, que lo pago yo.Y tras este mi generoso y monárquico gesto, espero, conforme a la filosofía de mi amigo lacaniano, verme por fin libre de mis dependencias sado-borbónicas.
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