miércoles, 17 de julio de 2013

Aspirante a nada



En medio de la tarde tórrida, una ráfaga de aire fresco entra por la ventana. El cielo deja raudo de ser cristalino para emborronarse de plomo líquido. Las altas temperaturas, al juntarse allá arriba con el frío de la atmósfera, se desatan en torbellinos contra el tejado, contra el copular de los montes y la madriguera del grillo. Dos nidos de merlas caen destrozados del naranjo. La cortina de tela de la puerta de la casa se alza como campana en arrebato, como vela a la deriva. Y este repentino cambio de clima, que va desde el sudor de la carne a la desuración agradable, le resulta desagradable por su excepcionalidad y asimetría al lego aspirante.

Siente el aspirante la humedad del aire. Estornuda. Siempre estornuda el aspirante a nada, cuando le acecha algún imprevisto. Estornuda como quien aventa el grano. Dentro de poco estornudarán las nubes para sacudirse el barro. Estornuda la conciencia para airear el cuerpo y sacudir el libro de su memoria contra el recatado verde de los cipreses. Limpia de polvo y paja deben quedar sus vergüenzas, la agenda del trajinar del lego aspirante. Los muertos antes de morir también estornudan a los ácaros de la rampa rápida al cruzar el blanco túnel.

Dentro de muy poco, gotas sonoras, grandes como tortas de gazpachos, empezarán a caer sobre las calcinadas piedras del camino. Y asomado a la ventana, apoyado en la repisa de su dolce far niente, se detiene el aspirante para no hacer nada. Hay dos maneras de no hacer nada. Una: no hacer nada; y otra: darse uno cuenta de que no hace nada. Y esta segunda manera consciente de no hacer nada es tan creadora, y mucho más, que si el aspirante se empleara ahora en desgranar los mil y un quintales de maíz que le aguardan en el cobertizo de sus días. El aspirante a nada (eso quisiera el lego), lleva en la mano las tijeras de podar, y le corta las agujas al reloj, esos pollizos que le chupan la sustancia de su cuerpo. Y se emplea a conciencia en no hacer nada. Y tantas veces, mientras aguarda que llueva, el aspirante llega a repetir conciencia y cuerpo, que quisiera como Juan Ramón Jimenez, abrazar para siempre en un mismo beso estas realidades, las dos en un solo astro. Hace ya unos años que el lego aspirante le dijo un día a su mujer, que si se moría antes que ella, escribiera con carbón en el yeso de su hornacina mortuoria aquella frase del poeta:
Conciencia, cuando tú quedes libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es lo otro?), ¿te acordarás de mí con amor hondo; ese amor hondo que yo creo que tú, mi tú y mi cuerpo se han tenido tan llenamente, con un conocimiento doble que nos hizo vivir un convivir tan fiel como el de un doble astro cuando nace en dos para ser uno? ¿y no podremos ser por siempre, lo que es un astro hecho de dos?
Y sin hacer nada se dedica el aspirante a esperar, a expirar esa lluvia inesperada y fugaz, que vaticina y espera. Dentro de muy poco, si no le engaña el tiempo, la lluvia rociará la piedra loca que recubre su cuerpo. Ya empiezan los árboles a sacudir sus ramas intempestivamente. Bocanadas de aire arremolinadas y testarudas sacuden todos los rincones de la casa. El aspirante sigue apoyado en la ventana. Ayer a esta misma hora, el sol entraba de lleno en la habitación y ahora es, no siendo, como si fuera, como si estuviésemos, pasado el atardecer, ya tras las puertas del ocaso. Espera el aspirante sin hacer nada. No debería esperar siquiera, para que lo que está escrito se cumpla. Pero es tan difícil estar asomado a una ventana y ¡no esperar a nadie, ni mirar a nada, morir completamente a ciegas!

Y se acuerda de su mujer, aquella que, en contra de todos los pronósticos, se murió antes que él una tarde de lluvia. La mujer, al igual que ahora el aspirante, desde el balcón también miraba la calle. Esperaba ver aparecer al marido. Eran las siete y media. Desde el trabajo a la casa, apenas veinte minutos. La fábrica de don José Esteban Diaz hace años que está cerrada, Eres laboral a la esperanza, expediente de regulación. Según la mujer, el marido no debe tardar. Ella esperaba también (como tu y como yo, como todos), asomada a la ventana, al igual que él lo hace ahora. ¡Se habrá detenido en el Brandis a tomarse unas cervezas con los compañeros de la fábrica! El aspirante mira también la calle por ver si empiezan a caer como panes esas grandes gotas de agua que tanto desea. Y no debería, para que viniera la lluvia. La ilusión, ¡qué desgracia! nos abandona, una vez conseguida. Ya en sus brazos siente como la humedad del viento salpica de escalofríos su cuerpo. La lluvia se hace esperar ¿se habrá perdido en el desierto del camino?

Donde más nota el aspirante el aire es en la conciencia del cuello, su parte más sensible y vulnerable. También en los sobacos. Aquellas nubes de arriba parecen dos maderos bajo sus brazos crucificados. Una niebla intensa, pero no muy oscura, envuelve ahora al aspirante en un agujero, un agujero dentro de otro agujero, un agujero vacío, un agujero sin nada, un infinito, un caos instantáneo de carne y cáscara, de arena y ola y nube y frío y sol, todo hecho total y único. Y ve ahora el lego aspirante a nada como si desembocaran, se desintegraran, se desgajaran témpanos de espuma que van bajando, corriendo como caballos a la desbandada, talando el aire, esculpiendo desfiladeros sobre su cabeza sentenciada. Y en la tarde tórrida nota el aspirante ese sabor a mar que viene del poniente: ese abrazo por ejemplo de un cuerpo y su conciencia en el hondón más hondo de lo hondo eterno. Por fin llueve. Llueve como aquel día que su mujer murió de sobreparto.

Y le dice el cuerpo del aspirante a su conciencia, cuando siente que el agua sin remedio lo arrastra corriente abajo:
¡Tanto tiempo los dos en amor y compaña, y me vas a dejar aquí ahora tirado, varado, sin aspirar a nada! Y ni mujer tengo que escriba sobre mi tumba un epitafio.

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