sábado, 6 de julio de 2013

Prueba de Turing




Las mejores lecciones que de la vida yo aprendí, no fueron los vivos los que me las enseñaron, (aquellos activos profesores de La Sorbonne, de lengua fácil e ilustrado verbo), fueron más bien los jubilados muertos con ese su quedo hablar y elocuente silencio. Por eso cuando las lagunas de mi conocimiento me dejaban sediento, y la ignorancia me sumergía en el abismo de mis naderías, derrotas y cansancio, cogía, como aquella tarde de julio, la línea 3 del metro que me llevaría hasta las mismas puertas del cementerio de Père Lachaise. Vivía yo por aquel entonces en una buhardilla del boulevard Malesherbes.

Nada más entrar en el recinto del camposanto, el aroma a eternidad, silencio, sabiduría y entendimiento que allí se olía, invadióme de sentimientos tales, que mi alma en mi cuerpo no cabía. Y mi emoción me fatigó de manera que hube de sentarme en el primer banco que encontré. Y estando ya sentado delante de tantas historias ocultas, de la tumba más cercana oí esta conversación que como agua de manantial salía de la misma piedra que la fosa tapaba:
Hasta hoy tu descafeinada palabra alimento fue de mi egombliguismo redomado. Tu comentario genérico y amorfo fue sustento, supuesto falso, de mi desquiciado y dependiente mal sicopático y eternamente yo dividido entre mi humildad presumida y mi endiablada vanidad odiada y querida. Y desde que la tierra de esta cátedra silenciosa tapara mis oídos a las manías raticidas de tu alabancioso mouse desplazándose acariciador y sensual  por cada unos de los poros de mi carne cibernética, ya no existo.

Y en ese mismo instante que dejaste de sobar con tus dedos el diafragma sensorial de las teclas de la computadora de mi cuerpo, el mundo entero, sin sus imprescindibles herramientas ofimáticas, se paró al momento. Y yo nada hubiera sido. Y tú ni siquiera, sin el apéndice del wasap de tus entretelas, estarías aquí delante de mi sepultura. Y yo tampoco estaría aquí enterrado, si el informático de la oficina de óbitos y decesos no me tuviese en este open office en el que estoy sepultado.

Por las mañanas no respiraba, no se movía mi corazón, si antes no veía el contador de mis visitas en twitter. Si quieres saber quien soy -te decía- mira el perfil de mi página web. Ya no quedaba en mi cabeza ningún recuadro hábil para almacenar las mil y una contraseñas que tenía registradas para acceder a tu alma a través de todas las mal llamadas redes sociales en las que estaba inscrito. De haber sabido que un triste apagón acabaría con mi vida, nunca me hubiese publicitado en ningún sitio. Ojos que no ven corazón que no siente. La publicidad es engañosa, es la careta que nos ponemos para encubrir nuestro rostro. La publicidad sólo es en si misma, independientemente de lo que anuncia; marca y oferta desaparecen raudas tras el neón barato de su anuncio.

Y aquel maldito corte de luz virulizó todo el disco duro de mi existencia. Las entradas y salidas de mi cuerpo todas quedaron cortocircuitadas, canceladas quedaron para siempre. Bien claro está en el parte de mi defunción: without connection. Y cuando me quité la careta de la vida, y hete aquí que vime muerto, no me reconocí lo más mínimo. La careta de mi yo muerto, era aún mas grande y engañosa que el disfraz que anteriormente llevaba puesto.

Si quieres saber quien eres no te mueras, no te publicites, más bien cúbrete con una manta, ponte a invernar junto al grano en el hórreo de tu casa. No somos sino lo que no dicen de nosotros. Somos la sombra de la luz que encandila el oscuro rizoma de nuestra pelambre podrida, somos la clorofila transparente y altiva, tan alta y altiva que nunca podremos llegar a ella. Y aún siendo polvo de carne y hueso triturados metido en esta suntuosa fosa que visitas, quisiera encumbrarme para ser tus ojos en esta mi oscuridad en la que vivo y llegar a ser la luz, como lo es el silencio y la quietud, de la música y la danza, tal cual dijera Eliot en sus Cuartetos. Aprendí a no mirar aquello que vi, y ciego y muerto quedé. Y al quedarme ciego, recuperé la vista. Y viviendo tanto, ya no vivía. Y ahora que estoy muerto, es cuando más vivo me siento.
Yo, además de considerar a los muertos como sabios, siempre los tuve como cuerdos; pero al acabar de escuchar esta perorata, dudé no solo de su cordura, sino de mis entendederas. Y para comprobar la veracidad y autoría de disertación tan extraña, me levanté del banco.Y me acerqué para ver a quien pertenecía aquella tumba. Tengo una larga lista de las celebridades enterradas en el Pere Lachaise, (desde Oscar Wilde hasta Jim Morrison pasando por Marcel Proust). Y el nombre, que leí al pie de aquella lápida, yo no lo tenía registrado. ¡Lógico! El tal Bill Gates, que así rezaba llamarse aquel muerto, estaba vivo y coleando allá por tierras de Estado Unidos.

Todo hubiera acabado en este absurdo, fruto de mi imaginación y de los calores de aquella tarde parisina, si al abandonar el dudoso mausoleo del fundador de Microsoft, yo no hubiese encontrado, justo detrás de su túmulo funerario, aquel ordenador encendido detrás de las alas del ángel que custodiaba la fosa. Luego, ya no supe a quien atribuir lo que había oido tan sólo hacía un rato, si a la computadora en marcha, o a las supuestas voces por mi oídas de aquel muerto que escribiera Camino al futuro.Y de regreso a mi chambre de refritos y goteras del boulevard de Malesherbes, todo el tiempo me lo pasé dando vueltas a lo mismo:  
¿Llegará el día en que la muerte y la máquina superen en fuerza e inteligencia a la especie humana?
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Nota: La prueba de Turing o test de Turing es un examen de la capacidad de una máquina para exhibir un comportamiento inteligente similar al de un ser humano o indistinguible de este. Wikipedia.

1 comentario:

  1. Père Lachaise me metió en líos mentales cuando fui acompañando a unos estudiantes que no tenían más motivación para aquel viaje de estudios que dar un beso a la tumba de Jim. Yo me retiré de la muchachada y, créetelo, Juan, me hablaron los ilustres difuntos que allí reposaban. No se me olvidará.

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