domingo, 19 de mayo de 2013

Los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos


Et audivi numerum signatorum centum quadraginta quattuor milia signati ex omni tribu filiorum Israhel (Apocalipsis, cap. 7)

El Rizao me cuenta que tuvo que deshacerse de su perro. Si no tenía bastante con el problema de su mujer... ¡ahora le viene la denuncia! Cuando el otro día su vecina intentaba darle un trozo de chorizo, el perro, sin querer, le mordió en el dedo. El juicio está al salir. Para mi amigo no había otro perro como el Tobi, olfateador, de brilloso pelaje y salvajemente dócil.

El Rizao es muy sensible; pero una fechoría como la de su perro, no debe quedar inmune. El que la hace, la paga. Y con todo el dolor de su corazón, el perro debe sufrir el castigo merecido: el destierro. 

Azulada es como un excelente perro, un animal muy ducho, profesional y competente, efectivo, noble y leal; pero tiene un no sé qué. Azulada es una ciudad encomiable, tiene aires de capital. Ofrece a propios y foráneos toda clase de servicios. Su nivel de rentabilidad, bienestar, productividad y consumo, comparado con el de los pueblos colindantes, es alto. Pero Azulada es implacable. A la más mínima te da un zarpazo, como hizo el Tobi con la vecina del Rizao. La flexibilidad no es su virtud. El politeísmo no es su religión. Azulada es elitista, fuera de ella no hay salvación. Si no confraternizas con sus fiestas, eres un proscrito. Azulada es una ciudad abierta a los que a ella se abren. No hay evangelios en su Biblia que tengan más páginas que los suyos. Por eso Azulada me hace dudar, y ya no por lo que que me ha dado, (que todo ha sido bueno), sino por lo que desconozco de ella.

Desde posiciones multiculturales, Azulada sobresale por su eclecticismo. Azulada es engreída y terca en reconocer que más allá de los monte de la Magdalena, el Arabí o el Cerro de los Santos, se pisa vino y se hace aceite tan bueno como el de sus lares.

En Azulada solo caben dos opciones: la gehena, o los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos. La verdad y la mentira, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, siempre en continua tensión. Aquí, hasta hace muy poco, o eras de la Iglesia o comunista, judío o cristiano, apóstata o de las comunidades cristianas. En Azulada no hay mozárabes que valgan.

Ahora yo soy también el perro de mi amigo el Rizao. Me toco con mis manos mi cara, mis muslos, mi barriga y no siento mi cuerpo como mío. Miro mis dedos, los abro, contemplo las palmas de mis manos, las remiro dándoles la vuelta y las comparo con las de mis compatriotas y no encuentro parecido entre ellas. Me siento distinto, extrañado, extraviado, expropiado, como debe sentirse el “tobi” allá por los montes perdidos de Sierra Morena. Las manos de mis paisanos tienen la piel lisa, blanco es su color de piel, el acento de su habla es cantarino como el silbo del valle. Mi voz, en cambio, retumba como el ladrido de un perro, mis manos son toscas y nerviosas como las ramas de los jijoleros y las patas de los pastores alemanes.

Ayer mismo, me dijeron unos amigos:
Anda, pues a ti no se te nota nada que eres de Azulada. Tienes el hablar desajustao y las vocales, de tan abiertas, se te caen gangosas de los labios.
Y no supe, si tomarme estas palabras como un cumplido, una ofensa o autoexiliarme como el Tobi allá por los montes de Linares.

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