miércoles, 22 de mayo de 2013

Juegos de imaginación




Las tardes de los niños son eternas. El juego del escondite canalizaba nuestras ansias de sorpresa. Y lo que era una simple rendija en el suelo, se convertía en una interminable cueva de estalactitas de cuentos. Y no siempre fue gratificante nuestra capacidad creadora. Que más de una noche me la pasé en vela en casa de mi abuela, viendo a los pies de la cama aquel escarabajo negro de una lámpara apagada que pendía del techo.

Mi amigo y yo, sentados en la baranda del templete de la música del parque, nuestro paraíso en horas de pellas, nos entreteníamos en cambiar el nombre a todo lo que por nuestros ojos se movía. Si pasaba un perro, debíamos decir, (menos perro), todo aquello que el animal nos sugiriese. Y así cualquier cosa era la posibilidad también de otra. El callejón del hotel Avenida, un mendigo. La Quemaconventos, otra historia. La piedra era una flor. Un gato, el mago Merlín; las palomas del estanque, un rebaño de cabras. La cúpula de la Iglesia Nueva, la manzana de Eva. Morterico el del matadero, un tambor y una trompeta. Excepto aquella vez que don Vicente nos descubrió holgazaneando fuera de clase. Al  maestro nunca pudimos mudar su nombre. Siempre fue el padre calasancio, el sobón de las manos largas.

Detrás de cada verdad hay siempre algo que no se dice. Por ejemplo hoy me entero de que un escritor se pega un tiro delante del altar mayor de Notre Dame de París. Y no alcanzo a comprender lo que Dominique Venner pretendía hacernos ver con este suicidio a lo Yukio Mishima. ¿Criminalizar a Dios?

Detrás de cada cosa hay siempre algo que no se ve, pero que vive, canta, zozobra, asusta, y a veces habla por su amordazada boca mucho más de lo que escupe la realidad negra y dicharachera.

Por eso esta mañana miro la mesa junto a la que estoy sentado, y veo, no una tabla con cuatro patas, sino el cuerpo hermoso de una mujer que me ofrece la mejor fruta de su cesto. Miro la silla donde me siento, ¿y qué es lo que veo? Las rodillas de mi madre meciendo a su hijo insomne. La puerta de la sala, mi padre que me abre paso dándome seguro su mano atenta. El flexo son mis dos ojos. El boli, mi sangre descifrada en sueños. Y esta hoja blanca en la que escribo son las dulces sábanas en las que rendido doy cobijo a mi perplejidad, asombro y espanto. Y así, en este amanecer, me envuelvo poco a poco, que tengo frío, con los recuerdos entrañables de la Azulada de mi anestesiado pueblo.

2 comentarios:

  1. Eres todo un poeta, Juan. Nunca dejas de sorprenderme, y para bien, claro.
    Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Me quedo viendo lo que hay más allá de las cosas que se nos muestran o que vemos... las palabras detrás de los silencios, los llantos detrás de las risas, las presencias de lo ausente y su revés. Es como un juego fantasear. imaginar. Lo que es concreto y verdadero es el placer de leerte. Un abrazo, amigo .

    ResponderEliminar