Columpiado en su magistral trono, Recaredo, cual emérito en pedagogía ornitológica, presidía la clase de preescolar. Desde su ilustrada jaula, junto a la ventana, allá donde el baile conjuntado de la luz y el aire hacían más perceptibles y claros sus didácticos cantos, lanzaba ex cátedra sabias peroratas de trinos multicolores. Nombre tan arriano, católico y visigodo no casaba con el proceder laico y comprensivo de su dueña, una maestra de cejas despeinadas, patarrosa en los ademanes, con gafas de culo vaso, pero de carácter alegre y corazón de Sherazade.
A pesar de su destartalado aspecto, los alumnos la querían con locura, siempre tuvieron los ojos limpios para saber apreciar la belleza escondida de su profesora, a la sazón laureada en Cepesece (Ciencias Psicológicas del Sentido Común) por la Universidad Autónoma de la Experiencia (U.A.E.). Los niños prendados estaban de tener como maestra a una hada buena que había tenido el sabio acierto de elegir como delegado de clase a un canario timbrado, de cantar dulce y fraguado.
Pero como la desgracia siempre a la puerta vela, el director del colegio, ilustre doctor de sesos arrugados, se dirigió a los escolares reunidos en torno a su profesora:
Niños, se acabó el alpiste. Debido a los recortes en educación no puedo seguir subvencionando el triguillo y la lechuga de Recaredo. Además la estancia de dicho volátil en nuestro centro contraviene las normas sobre salud, autoprotección y seguridad.
Dicho esto, mandó al conserje
retirar inmediatamente jaula y pájaro del aula. Los niños, todos a
coro y con lágrimas de despedida le entonaron por última vez su
retahíla preferida: Recaredo, redo, redo/ Recaredo cantarón
/canta, canta, Recaredo/ que lo tuyo es la canción.
A lo largo de su vida, Recaredo había dado sobradas muestras de su buen hacer como superintendente escolar. Sus gestas y hazañas en favor de la educación de los más reticentes fueron dignas de ser oídas y citadas en los más encumbrados claustros del saber pedagógico. En momentos críticos había salvado la clase de escollos y arrecifes insalvables. Fue capaz de hacer hablar al niño enmudecido, aquel que no había despegado jamás sus labios hasta oír el dulce piar de Recaredo. El brillo tornasolado de sus alas, no pocas veces con su agitado vaivén lleno de música y esplendor daría por zanjadas las vendetas de los más díscolos. O aquel otro niño hiperactivo que sólo calmaba su inquietud aseando la jaula y responsabilizándose de su comida.
Por eso cuando Recaredo se dio cuenta de su sentenciado y temido deshaucio, antes de que el esbirro del conserje ejecutara la expulsión, desplegó las alas como nuca lo había hecho. Y voló todo tieso y raudo a la capital del reino. Sorteó scanners, guardias de seguridad, francotiradores de terrazas... Y por la ventanilla camuflada para la malversación y prevaricación de caudales públicos se coló hábilmente en el despacho del Ministro. Una vez allí, se posó sobre el Gran Decreto de Recortes Presupuestarios, y de un “plumazo” derogó su obligado y real cumplimiento.
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