jueves, 4 de abril de 2013

¿Es que me he muerto ya?




Llegué hasta escribir con palotes grandes mi nombre al completo. Cual pasamanero habilidoso entrelazaba lanas, traspasaba macarrones, hacía pequeñas cortinas de canutillo que luego mi madre regalaba a la familia. No sentía envidia de nadie. Mi vida discurría tranquila. Tan sólo sufría cuando me venían aquellos mareos, entonces mi madre para reanimarme me daba un buen vaso de jengibre caliente con miel.

Bueno, también lo pasé mal aquella vez que me zambullí en la acequia. Veía a los niños chapucear en el agua tan contentos que quise hacer lo mismo. Menos mal que mi hermano llegó a tiempo para sacarme medio ahogado pero aún vivo y coleando. Por eso cuando me llevaron a la Caja de Reclutas para librarme de la mili, el funcionario, medio en broma, me preguntó si sabía escribir, conducir coches, hacer el pino, hablar inglés... A todo le decía que . Cuando me dijo, si sabía nadar, le contesté, que también, y añadí rápido: pero cuando está mi hermano.

Otro día, mi madre y mi familia muy preocupados me buscaban por los alrededores. Pensaba que me habría despeñado por uno de los muchos barrancos que serpentean la casa de campo donde vivíamos. La noche se adelantó por culpa de aquella tormenta cerrada. Ellos decían que me había perdido; pero no, yo siempre estuve conmigo mismo, no me separé un instante de mi cuerpo, ni de mis pies que sin titubear me llevaron a refugiarme en la casa de Julio, el granjero. Fue allí cuando dijeron en la radio: Muchacho de unos dieciocho años, y que responde al nombre de Mongui, desapareció ayer tarde... Se ruega a aquellas personas que sepan su paradero... Contento de oír mi nombre, me puse a saltar de gozo, ¡ese, ese soy yo! Luego, el señor Julio me acompañó a Comisaría donde mi madre me abrazó llorando de alegría.

Muchas otras aventuras podría contar de mi vida. La verdad es que yo siempre quise ser mayor sin dejar de ser niño. Me encantaba imitar a los bomberos, a los directores de orquesta, a los guardias de tráfico, al cura diciendo misa. Nadie bailaba el rok ni practicaba el kárate mejor que yo. Y si alguno de mis sobrinos me ganaba en el juego a las damas, a media partida tiraba patas arriba el tablero con la excusa de mis mareos. La cuestión era no perder nunca.

Mi madre siempre decía a las vecinas que yo era su mejor compañía, y que le pedía a Dios que yo me muriera antes que ella. Estas últimas palabras nunca llegué a entenderlas. Después de comer me sentaba en el sofá junto a mi madre a ver la novela de la tarde. Lo que más me fastidiaba era que el galán de turno se la pegara a su mujer con la rubia también de turno, pero luego ya me encargaría yo de llamar por teléfono a los estudios de Hollywood y decirle a su esposa que espabilara y que no se dejara engañar por aquel sinvergüenza.

Ahora ya no puedo seguir contando cosas de mi vida. Me han puesto un suero pinchado en la vena del brazo; y una mascarilla de oxígeno me tapa la boca. Ha venido mi tía la monja y se ha puesto al lado de mi cama a rezar con ese sonsonete tan parecido a los rezos de difuntos. Mi madre ve mis ojos asustados por los malditos latinajos de esta latosa beata y la manda callar. Y yo, preocupado pero tranquilo, le digo a mi madre: mamá ¿es qué me he muerto ya?

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