martes, 12 de febrero de 2013

Escritor en su tumba





El escritor, indolente y contradictorio, hace tiempo que metió su nombre en aquel satélite de la Nasa alrededor del espacio. Creo recordar que la nave se llamaba Glory, (modestia aparte). En la actualidad, su nombre y apellidos, como un planeta más, vuelan alrededor del sol. Y no labró sus letras en la tierra, como Hamad Bin, aquel jeque árabe que ordenó esculpir su nombre de más de dos millas de largo sobre la arena para ser visto desde la luna, no fuera que la erosión o los cangrejos devorasen las letras de su vanidad grafitera. En estos momentos, junto a otros epítetos gandules y presuntuosos, el nombre del escritor, ya muerto, navega, como si estuviera vivo, dentro de las coordenadas de la eternidad imparable.

Desde un tiempo no contable, una fuerza invisible engarrota la mano y le impide al plumífero escribir acerca de si, y sobre sus cosas. Tampoco, estando como está desubicado en su tumba, cuenta historias de otros, o se entretiene en chismes y comentarios de sucesos que nada tienen que ver con su vida. La viga, la vida en el ojo ajeno. Y siente un paréntesis de ausencia, un agujero negro bajo tierra, un matacandelas que engulle la escasa luz que se cuela por las juntas de su mausoleo.

Hace tiempo que dejó de volcar sus bladurías en el cubo inmortal de la basura. De él, tan sólo quedará el rótulo llagado de su nombre en el mármol. El invierno austero, llora seco de lágrimas, engarrotado a un árbol desnudo, la transitoriedad carcomida de su respirar desguazado. Testificar su muerte en favor de la inmortalidad de la escritura fue su reto, la disyuntiva del escritor enterrado.

Vida no escrita: vida no vivida. Privado de la gratificación del aliento, asfixiado por su indolente agrafía. Escribir es el golpe de gracia preciso y supremo por el que desvelar podemos nuestra realidad encubierta. Espejos ahumados somos de nuestra clara y nítida escritura. Los libros nunca mueren, mueren sus autores. El yo que no se escribe es un engendro no nacido, que vaga entre sombras. La historia que no se convierte en autobiografía, no existe. No en vano dice Marguerite Duras: Cada libro es para el autor su propio asesinato.

La página que ayer pudo ser prueba irrefutable de su existencia, hoy es también acta de defunción progresiva del escritor orgulloso. Los textos, como Drácula, se alimentan de la tinta de las venas de aquellos que los escribieron. Los autores son víctimas de sus letras. Tal vez por ello, desde un tiempo a esta parte, el escritor exánime ya no escribe acerca de si, y sobre sus cosas. Y así va labrando su propia inmortalidad, y no la de sus textos. Que vale el escritor mil pares de veces más que sus libros. Y prefiere vivir, más que ser inmortal dentro de este hoyo donde hoy yace enterrado.

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