Se sentó en una de las butacas de la fila lateral izquierda. Colocó sobre el respaldo del asiento su rebeca de seda, de color muy parecido a la flor del espliego. Me situé a propósito enfrente de ella, en el lateral derecho, de manera que pudiera verla, sin que ella lo notara. El conferenciante hablaba de los siete aromas de la rosa. Yo no me enteraba de nada. Mi mente con olfato canino recorría los mil caminos en busca del nombre de la muchacha. No había manera. Aquella tarde me encontré completamente perdido en la Facultad de Ciencias Naturales. Disimuladamente no hacía más que mirarla. Necesitaba saber su nombre, para que sus manos, el perfume de su cuerpo, la elegancia de sus brazos, el brillo de su frente, me ayudaran a encontrar su memoria, la razón de mi existencia.
Y no es que ella fuese significativamente bella. Tampoco era fea. De haberlo sido, aquel modo suyo tan singular de moverse, de sonreír, el ángulo de sus ojos, la bondad de sus formas, el candor limpio y sonrojado de su piel, compensarían con demasía cualquier otra pequeña deficiencia que la muchacha tuviera.
Si tanta era mi ansiedad por saber como se llamaba, nada más terminar la conferencia, debería haberme acercado a ella, y decir con toda naturalidad:
Reconozco ser una persona tímida. No le dije nada. No hizo falta. Ella se dejó olvidada la rebeca en la butaca. Me hice con la prenda procurando que nadie me viera. Salí de la Universidad a toda prisa. Era ya de noche. Hacía mucho frío ese primer martes de febrero. Una vez en casa, me tumbé en la cama. Puse la rebeca de la muchacha color de espliego junto a mi cara. Toda la noche dormí con la prenda rodeada a mi cuello, de un tirón. Cuando desperté, Luz Lavanda, (así se llamaba la muchacha), estaba a mi lado, abrazándome con la delicadeza de su inconfundible aroma.Perdone, no comprendo como he podido... Nadie, en su sano juicio, después de haberla visto, podría olvidar ya su nombre.
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