miércoles, 6 de febrero de 2013

La noche de los nombres calcinados



Una tarde atroz. El viento, cuchillada invisible, rebana las costras agrietadas de la garganta de Eulogia. Las voces se le escapan por las órbitas de los ojos, atónitas, calladas, insonoras. Es mi rabia su silencio. Y su sentir, la cara de mi piedad inoperante, reflexiva. La mano de Eulogia busca mi mano. Se la brindo, se la ofrezco; ella no siente mi tacto desangelado y compasivo. Y le pregunto ¿sabes quien soy, lengua madre? Y ella traza en el aire, con la otra mano, palabras indescifrables que se la lleva el atardecer desapacible. Y veo como, con sus dedos, madre cierra los párpados a la tarde. Se acerca la noche, la noche calcinada de los nombres.

Eulogia toca los barrotes fríos de la cama de su agonía, una habitación al poniente, con una ventana a la leñera, desde donde vislumbra emborronados los troncos cortados de las palabras, pobres sintagmas, leños prestos a ser incinerados en la hoguera de la Babel eterna. Teas azules y soles rojos con sus llamas en ristre contra el vientre desnudo y mudo de mi madre, tambor sin membranas, estrujado, sin fonemas, asilábico. Eulogia sabe que se está muriendo. Alguien le pone la careta sin oxígeno, la sordina a la trompeta, una sábana blanca a los muebles de la casa. Le tapa la boca. Un desconocido, el olvido, la afasia, con sus manos de azufre alrededor de su cuello arrugado sin aire, intenta estrangularla, vacía de voces, sin sonidos. Ella quiere hablar, pero no puede. La asfixia le quebró las rodillas a los caminos ajustados del significante con su decir imposible, fatigado y perdido.

Leñador tras su dura jornada por bosques semánticos talados de semillas sustantivadas y verbales, madre se limpia con los huesos de la mano sin letras el sudor frío que le quema la traquea. Le arde el esófago, los pulmones, la glotis, el paladar y los dientes. Y veo que me dice con su silencio alborotado:
 ¡Sarna tienes que tener para no moverte ¿No ves que me arrastra la avalancha de los nombres sin nombres. ¡No te quedes ahí parado sin hacer nada, mientras me voy al huerto de los callados, al infierno de las cosas sin esencia, ni nombre! Todo sin referentes. La verdad es que no te conozco. No sé quien eres, ni tampoco sé de qué me hablas. Me muero en la mentira paradigmática de la noche vacía de signos linguísticos.
La bienhablada, la Eulogia de siempre, ahora con su lengua entrapizada, no sabe como me llamo. Yo soy su hijo, pero ella ya no sabe que es mi madre, el señor de la cosas, mi gramática. Eulogia me dio a conocer el agua, la luna, el lenguaje, la leche del conocimiento. De pequeño me ayudó a encontrar dentro de cada palabra su verdad natural y exacta. Me dio a conocer todos los nombres, me enseñó a designar la geofísica del lexema, a besar su orografía, a disfrutar de la vida. Eulogia, a quien antes ninguna palabra se le resistía, ahora todo lo ignora.

Las ráfagas del temporal de la tarde borran de su mente una a una todas las palabras. Ya no hay nada bajo el sol de la mente rasa de Eulogia. Su cerebro plano, completamente calcinado. Verba volant.

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