miércoles, 2 de enero de 2013

La cebada al rabo




Precisamente trataba yo de matar con el espolsador un par de moscas, cuando ayer vino mi hermano a verme. Fuera, en el porche, el aire hacía tintinear las lunas, soles y cometas de madera del colgante chino que hay antes de entrar a la casa. Lo vi tan eufórico, que pensé que se había vuelto a enamorar. Entró en la cocina como si hubiese descubierto por qué las mariposas tienen alas. Estaba tan alegre y dicharachero, que parecía un delfín en su estanque, un cetáceo extasiado por su domadora de turno en tooples.

Y a bocajarro me suelta doctrinal, como si  fuese el mismísimo Eclesiastés:
Todo tiene su razón. No hay en la vida nada fortuito. Somos imprescindibles y eternamente necesarios. Somos los eslabones de una cadena. La vida no sería posible sin nosotros.
Mientras, las moscas seguían merodeando alrededor del café. Así que le dije a mi hermano si eso de la indispensabilidad de la existencia era también extensivo al colectivo de los dípteros. Y en ese mismo instante tuve el acierto de acabar con un volátil que cayó enrollado en su agonía bajo la mesa de la cocina.

Yo, sabiendo que mi hermano venía del Floridablanca, de ver El árbol de la vida de Terrence Malick, no me dejé contagiar por su filosofado ánimo. Tantas veces le había visto en el Norte como en el Sur, en la terraza como en el sótano. Hoy, encendido; mañana, apático, como un langostino recién sacado del congelador; ahora níveo y reseco; luego acalorado y apetitoso. No me extrañó por tanto verle esa tarde tan acendrado y subido.

Yo, en cambio, me encontraba anclado en el nihilismo, inmerso en la contingencia. Y ya no por principios racionalistas, sino por simple combustión experimental, pura reacción química. Sobre todo, a raíz de la última semana, en que una gastroenteritis me había retenido en la cama. Más receloso y vuelta de todo estaba que el propio Descartes.

Había yo llamado por teléfono a unos amigos excusando mi ausencia a una comida que teníamos programada desde hacía tiempo para homenajear a Fernández con motivo de su ascenso a oficial de segunda como mantenedor a plomo de las columnas del Casino. De los cinco compañeros que llamé, ninguno de ellos se puso al teléfono. A todos ellos les dejé un mensaje en el contestador, dándoles debida cuenta de mi enfermedad.

Han pasado ya siete días de aquello. Y ninguno de mis compañeros me ha devuelto la llamada. Podría haberme muerto, y nadie se habría enterado. El mundo seguiría dando vueltas como si tal cosa. Por eso, sí, ¡por eso mismo!, le dije a mi hermano el otro día cuando recibí su visita:
No me vengas tú ahora, a sermonearme acerca de la irremediable necesidad del ser humano. Muerto el burro, la cebada al rabo.
Y fuera en el porche, ¡menos mal!, que el aire aún hace sonar entre sí, ahora, las lunas, soles y cometas de madera del colgante chino que tengo antes de entrar a casa.

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