lunes, 31 de diciembre de 2012

Relojes, ni el de la Puerta del Sol



¿Para qué iba Eusebio Flores Miranda necesitar un reloj? Parecen espantapájaros, conjuros planetarios. Ahuyentan estrellas, palomas mensajeras. En sus saetasni siquiera se posa un sueño. Los sueños son hermanos de la eternidad, a deshoras concebidos, hijos del no-tiempo -me decía ¡Y el de pulsera, desde que se fue a vivir lejos de la ciudad, ya ni se lo ponía!

Para Eusebio los relojes estaban de más. Ya fueran las cinco como las doce, le daba lo mismo, el tren de sus ambiciones hace tiempo que había pasado. Lejos quedaron aquellas citas en que los dígitos espoleaban con ardor sus ansias por la mujer de sus días. Desde que su carne empezó a marchitarse, ya no necesitaba saber a que hora la luz de la luna, al dar con la flor del almendro, hacía cuajar en fruto la ilusión perdida de su esperanza. Tampoco necesitaba que las campanadas del reloj de la Plaza le dijeran que el año que viene iba a ser más duro todavía. Mostrar los colmillos del miedo, la decrepitud, la podedumbre, he ahí la estrategia política de los nuevos tiempos -me repetía a menudo-, para entretanto, los hombres de negro escampar a sus anchas.

Desde aquella vez en que por llegar tarde a la imposición de la cruz al mérito civil, fue excluido de sus derechos ciudadanos, ya nunca más se fió de reloj alguno. Prescindía de ellos, como el gato al que sólo le bastó una vez ser espantado por el agua fría. Eusebio Flores ya nunca más se dejará engatusar por las caricias de agujas, la periodicidad de los números, el minutero embustero.

Ahora sólo le resta esperar. Y para eso, ya sólo Eusebio necesita la sabiduría del divino paciente: esperar sin ese inquieto esperar de no saber lo que espera. 

La generosa propuesta le vino, aquella noche, de una joven orfebre, llamada Druina:
¡A ver si me das una idea que pienso regalarte un bonito reloj labrado con las mejores incrustaciones de oro!
Con agradecido respeto Flores le contestó a su bella amiga:
Relojes, ni el de la Puerta del Sol. ¿Acaso, una vez metido el sol, me valdrá para espantar a los perros de la noche, a la comadreja de la muerte? 
Eusebio Flores no quiso estigmatizar su cuerpo con el eco efímero de las sordas campanadas de cualquier reloj, por muy enigmático que éste fuera. Si acaso Eusebio hubiera sabido que con su renuncia a la inmortalidad, (la aceptación del reloj de la joven muchacha), habría conseguido el amor de Druina, que dicho sea de paso, por sus huesos se moría..., tal vez mejor se lo hubiera pensado.

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