martes, 22 de enero de 2013

Espinoseando a Miguel



 (Al hilo de la lectura del Eremita de Miguel Espinoza)


Y le dije yo al eremita, al verlo en su gruta callado, con paz, y en su soledad recogido:
Hacer silencio es como bañarse en las aguas de la vida. Le viene bien al espíritu.
Y nada más oír la palabra espíritu, el ángel de su interior, como caballo azuzado por las espuelas de mis palabras mojigatas, se encabritó, y sus ojos me escupieron venablos incandescentes, cual dragón acorralado por turba preñada de un millar de ciclogénesis explosivas:
 ¡Al diablo los espíritus! ¡Sólo existe la Materia, la presencia tranquila del ser inocente de las cosas, que inunda de alegre sabiduría el camino efímero de nuestros días!
El eremita, al verme escandalizado por sus palabras, sintió pena de mi posible desilusión y apostasía, y suavizó su diatriba intentando hacerme ver su doctrina con plática más pausada.
No es el espíritu, hermano, el que vivifica el alma, sino el que trae al cuerpo el estrés y el desasosiego. El espíritu es un fantasma, el Maligno, vestido de telaraña y humo, armado de hirientes pinchos, cuchilladas inexistentes que nos confunden y turban.
Algo vería el eremita en mi extrañado gesto, cuando, tras un breve eclipsamiento de su venerabilidad en decúbito prono sobre el duro suelo de la cueva, prosiguió, al instante, erguido con prédica más ungida:
Bien estaba en paz nuestra madre tierra, la cual, al decir del pobrecillo de Asís, "nos sostiene y nos gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas". Ni puñetera falta hacía que vinieran los diablos del espíritu, sabandijas, otros abortos y simios, diablos a envenear con el agua bendita de sus Escritos la carne de las gacelas, gacelas que deleitan y confortan nuestro corazón ayuno de deseos, desierto emocional de quietudes transitorias y modestas.
Y luego de proferir tales palabras, el ermitaño me cogió suave del brazo, y desde la oquedad del tabernáculo de su guarida, me enseñó las criaturas que con primor decoraban todo el paraje extenso donde desnudo vivía. Estuvimos ambos más de tres mil años contemplando el sol, la luna, los grillos, las piedras, el erizo y la serpiente, el amanecer y la noche. Y tal vez estimulado por tan serena visión, el eremita, después de tanto tiempo en silencio, rompió el himen de la mañana con voz solemne y diáfana:
Crátilo diría: quien conoce las palabras, vaga entre sombras; más yo en verdad, hermano, te digo, que la oscuridad es el camino de los que leen las sagradas escrituras.
Al despedirme, el eremita me agasajó con un pequeño tallo de tomillo, que colgado tenía a la entrada de la cueva. Luego me susurró como ángel bueno tentando mi olfato:
¡Huele, huele sin recato! De tanto reprimir el ser humano el gozo, la represión se trocó en placer. Nunca olvides, criaturilla, que todo lo pasajero es inocente y lo que perdura es corrupto. Adiós.

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