domingo, 20 de enero de 2013

Las saetas del ayer



Esta mañana me siento feliz como un gladiador victorioso. He tenido en mis manos el tiempo. Y he podido cual relojero divino, cambiar a mi capricho las saetas del ayer.

Yo sabía que era domingo. Me lo decía la calma de la calle donde vivo. El nítido azul del cielo también proclamaba a sus anchas que hoy era fiesta. Llevaban los gorriones sus plumas recién lavadas. E incluso el cacarear de las gallinas sonaba a solemne júbilo catedralicio de salmos y antífonas. Y los niños, sobre todo los niños, sonreían porque hoy no tenían escuela. No había ninguna duda. Hoy estábamos a domingo, día 20 de enero. Y sin embargo, en la ventanita de abajo de la pantalla del ordenador, ponía, sábado, 19. Y hasta los minutos y segundos andaban equivocados.

En temas de informática me declaro creyente practicante. Como no puedo explicarme los mecanismos internos de mi PC, ni tampoco alcanzo a ver las fórmulas y combinaciones que en sus entrañas se cuecen y luego cuerpo toman, a pie juntillas he de creerme lo que esta máquina digital me dicta y cuenta. Pero, hoy estaba claro. Era el ordenador el que andaba desinformado. Y me acordé de mi abuelo, de su reloj de bolsillo, de la inocente arrogancia con la que se lucía cada vez que de su chaleco se lo sacaba, ya no sé, si para darse pisto, o para saber la hora.

En mis años de niño, mi padre me tenía dicho que no llegara a casa pasadas las siete de la tarde. Pero aquel día, al salir de la escuela, el Perla, el Agustín mi vecino y el hijo del barbero de la esquina nos entretuvimos más de la cuenta. Los cuatro amigos nos fuimos a poner los cepos a las afueras del pueblo, junto a una era abandonada entre rastrojos y matas de ortigas. Y allí estuvimos callados y quietos como piedras esperando a que algún pájaro picara las migajas de nuestra merienda. Se nos hizo casi de noche. Y yo llegué a mi casa siendo las nueve pasadas, y sin ningún gorrión colgando de mis manos vacías.

Nada más entrar por la puerta, mi padre con cara de guardia civil a punto estuvo de sacudirme:
¿No habíamos quedado que antes que el sol se meta, debes estar aquí como un clavo? ¿Acaso no sabes que hora es?
Y mi abuelo que estaba delante intermedió en la contienda. Se sacó inmediatamente el reloj de su pequeño bolsillo del chaleco con ese aire de jefe de estación, y exclamó:
Puede que la tarde ya nos haya dicho adiós y las sombras de la noche estén a punto de cubrir el sueño de nuestras cabezas, pero según dice este reloj, aún no han dado las siete.
Hoy después de tantos años, sé ciertamente que todo aquello fue una estratagema inventada por mi abuelo para librarme de una buena tunda. Pero en aquel tiempo, siendo yo apenas un niño de seis años, vi a mi abuelo como un gran poderoso hacedor capaz de ordenarle al sol donde poner sus agujas para que todo el mundo llegara puntual a sus ocios y quehaceres.

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