El escritor, después de escribir la tira, creyendo que con sus libros alcanzaría el orgasmo literario, llegó a la conclusión de no enarbolar jamás su pluma. Tomó esta determinación, insatisfecho y desengañado. El escritor siempre creyó, que gracias a la literatura, atravesaría el determinismo, escaparía de la tristeza de la finitud y el tiempo. ¡Mentira! Ese momento no llegaba. Nunca encontraba la palabra apropiada, el verbo justo. Y como un drogata, de nuevo se colgaba de la mescalina de las letras. Y decía con la boca pequeña: ya no más, me despido. Y como el autor de La locura de la luz le dijo a su editor de turno: ¿Un relato? No, nada de relatos, nunca más.
Maldita dependencia escriturera. Y tras el fervor pasajero de su última presentación en el MSR (Museo de los Sueños Rotos), el escritor cayó otra vez en el pesimismo, en la nada, en el vacío existencial de la literatura. Libro tras libro. Después de un bajón, otro mayor. Nunca se quedaba a gusto con lo que escribía. Algo había dentro del escritor que le impedía transcribir lo que sentía. No podía plasmar en sus escritos lo que quería. Y cuando escribía, parecía dar con los términos exactos; pero luego al releer sus textos, los destruía por incapaces, nulos, insolventes, desastrosos y ratoneros. Como el parto de los monte de la fábula de Esopo.
Hasta que un día, en la librería La folie du jour, se encontró con Maurice Blanchot. Y éste le dijo:
Toda literatura es imposible. La palabra ha nacido para morir en la escritura. Su esencia es la desaparición. Sin embargo no es inútil. El escribir nos revela al menos nuestra incapacidad para nombrar lo indecible.
Algo es algo, -dijo el escritor más animado, mientras ojeaba El libro por venir
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