martes, 11 de diciembre de 2012

Manes, lares y penates



Ayer tarde fui al cuartel de la escuadra del Arabí. Mi amigo El rizao tomaba posesión como nuevo escuadrista. Ya somos más de cincuenta -me decía eufórico. El rito del nombramiento se parecía más a la consagración de un obispo que a la investidura de un soldado.

Todas las escuadras tienen su madrina, como las folclóricas, dispuestas a levantar la moral de los combatientes que van a morir mañana. Mi amigo El rizao es un buen tirador y cargador. Delante del cuadro de la Virgen del Castillo, sonreía cual templario victorioso. En la ceremonia no faltaron las palabras de aliento y denuedo del alcalde. No hay orgullo y honor más grande para un azuladeño -salmodiaba el edil- que ser escopetero de la Inmaculada.

También el cura como consiliario de la escuadra insistió machungonamente que todos los escuadristas debían venerar a la Virgen, cual su señora llena de belleza y juventud. Y a pesar de la parafernalia del acto, con mayordomos y clavarios vestidos de gala, la soldadesca erguida, la presencia de la bandera, los alabarderos, la caja, el bastón, a pesar de tanto fervor y boato, las fibras de mi cuerpo no vibraron lo más mínimo. Todos los que intervinieron en el teatro de la ceremonia interpretaron tan bien que se creyeron su papel a rajatabla. Excepto yo, que estaba escandalizado de mi mismo, por no ajustarme a los sentimientos de la mayoría

Al terminar el acto, no le dije al Rizao que las fiestas de Azulada tienen un tufo bélico y machista. Lo vi tan feliz, que ahogué mis críticas en el silencio respetuoso. ¿Tierra extraña, mi propia tierra? O tal vez,  ¡el extraño, el raro sea yo!

Azulada tiene sus fronteras bien definidas, su cabeza muy bien amueblada. Pero este pueblo no sabe donde empieza la tradición y termina la creencia, donde acaba el dato y nace la fe. El viento fresco que circula por sus calles es sano y seco, huele a cal blanca, a pólvora y a frío.

Al salir del cuartel del Arabí, ¡contradicción la mía!, lloré por no ser tribu, por no tener una escuadra como mi amigo El rizao. Siempre siendo ese perro callejero que no tiene casa, ese pájaro que va de trigal en trigal. Y quise por un momento dejar de ser gorrión que va de aquí para allá libre y suelto. Deseé por un momento ser de un sitio, sentir mis raíces en una tierra limitada y fronteriza, ser de una estirpe, rezar, con la feliz certeza de ser oído, a los manes, lares y penates de mi propia casa.

Pero al momento sentí la voz apátrida de León Felipe que de nuevo me desterraba de la Azulada de mis cromosomas diciendo: Poetas, nunca cantemos / la vida de un mismo pueblo, / ni la flor de un solo huerto. /Que sean todos los pueblos / y todos los huertos nuestros.

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