martes, 4 de diciembre de 2012

El desvanecido poder de lo oculto




De niño siempre me interesé por desarmar todos los chismes que caían en mis manos. Quería saber lo que había en la barriguita de la muñeca de mi hermana, que escondía en sus tripas el caballo de cartón que me echaron los reyes, lo que hacía mover al cochecito de cuerda de mi amigo, el vecinito de enfrente de mi casa. Y no paraba hasta desentrañar cualquier juguete.

Aquella mañana, sin que me viera Luquica, el guardia del santuario, me colé en el camarín, y le levanté los refajos a la Virgen. Lleno de curiosidad, como la Pandora de Zeus, abrí la caja sellada.Y nada de aquella esperanza prometida allí había. Y cuando, bajo las almidonadas enaguas de la Patrona de Azulada, vi aquel tinglado de andamiajes, el cielo (literalmente) se me vino abajo. La imagen de la Virgen era para mí más importante que mi propia madre. No podía entender como una simple tramoya de palos superpuestos, tapados con un gran manto, (eso era todo), me había engatusado tanto.

En las fiestas de la Inmaculada, riadas de azuladeños se volcaban hasta el extremo con su Virgen. Toda una muchedumbre enardecida vitoreaba, aplaudía, lloraba de fervor por su Patrona. Los había que subían descalzos el largo trayecto que va desde el paso de la bandera hasta lo alto del cerro, allí donde la Virgen tenía su habitual morada. Numerosas escuadras formadas por fornidos arcabuceros disparaban zambobazos de pólvora en honor a la Virgen del Castillo. Y yo me decía: ¿acaso no sabrá toda esta gente que bajo este azulado manto de plata, sólo hay una burda estructura de palitroques? Si lo hubieran sabido, tal vez la apoteosis, su veneración y delirio, se desmoronaría, lo mismo que yo me desilusioné al momento al ver aquella mañana tamaño fraude en el camarín del santuario.

Este descubrimiento lo mantuve en secreto durante meses. Me sentía culpable de haber velado, profanado con mi curiosidad el encanto, la virginidad de la Inmaculada. Luego más tarde, cuando me tocó hacer la primera comunión me confesé de haberle levantado el vestido a la Virgen. El cura ecónomo de la Basílica me dijo que Dios escribía derecho con renglones torcidos, y que se servía de los sabios para confundir a los necios. ¿O tal vez me dijera lo contrario? No me acuerdo. Yo en aquel entonces no me enteré de nada. Pero sus inteligibles palabras sirvieron para que yo de nuevo pudiera recuperar el misterio.

Si Luquica aquella mañana hubiera cerrado bien con llave el tabernáculo de la Virgen, tal vez yo ahora no estaría aquí lamentando mi desesperanza. Sería feliz sabiendo, sintiendo el poder que encierra lo oculto; aunque lo oculto, como en aquel caso, sea una patraña con cuatro palos atravesados.

Y es que el poder de lo oculto es precisamente su nada. No hay nada. Está vacío el cofre de nuestros sueños escondidos. Si en su interior algo hubiera, inmediatamente manipulado, robado, o presto a fenecer sería.

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