No me mirabas ni a la cara. Cuando te hablaba, nunca me prestaste atención. Las palabras, conforme salían de mi boca, se deshacían como pompas de jabón en tus orejas. Nunca entendiste nada de lo que yo te decía.
El otro día me ocurrió algo parecido en el ambulatorio. Esperé mi turno, con cita previa incluida, más de hora y media. Por fin dentro, en la consulta. El médico embobado en el ordenador, ni me saluda. Al rato, espantado cual urinante in fraganti en un baño de señora, el doctor levanta los ojos; y se percata de mi impaciente estampa. En esto suena el teléfono. Y se tiró hablando cuerpo a cuerpo a través de aquel cordón megafónico más de un año en el paro. No lo sé, porque aburrido salí de allí sin que me reconociera. Han pasado dos semanas. A lo mejor el galeno aún esté pegado al aparato aquel de intimidades falsas del que salían risas y monosílabos cual ristras de longanizas charreras. Y tu sigues con tu eccema de laringe; y yo, teniente como una tapia.
No es lo mismo hablarte por teléfono que hacerlo cara a cara. Por teléfono me aguantas horas y horas. No es lo mismo hablar que escribir. Cuando te hablo siempre te encuentro ausente, fuera de mi. La mediación, el interregno, la distancia nos une más que nos separa.
Por eso ahora me hago entender como un sordo. Me sobrepongo, me hago oír, no por mis palabras evanescentes y mudas, sino esculpiendo estas letras en cartón piedra para ser por ti tenido en cuenta.
A chunga te hubieses tomado mis palabras. No así ahora cuando abras esta esquela y leas en letras mayúsculas mi determinación. Sólo así podrás tomarte en serio lo que voy a decirte:
Si vas a quemar este escrito, no te olvides antes de apagar el butano.
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