jueves, 19 de julio de 2012

Antígona de Varanasi




Desde el Himalaya, por fluviales resplandecientes de miel y lunas, los dioses llevan flores verdes, tristes y bellas, cual nenúfares de Monet, en sus manos ungidas; y las colocan sobre la frente de Ganga. La niña, nueve años, se llama como el río. Y las aguas corren limpias por las arterias de su cuerpo, por el cauce de sus sueños, por sus ojos transparentes.

El padre se ganaba la vida a duro pedal, acarreando turistas en un viejo triciclo por las calles tumultuosas, empinadas y estrechas de Benarés. Desde que Edipo se quedó ciego, Ganga acompaña a todas horas el exilio ocular del padre. Antes del amanecer le ayuda a bajar las escaleras de piedra que besan el río. Y los dos se sumergen en las aguas sagradas del Ganges. Con el cuenco de sus manos creyentes la niña lava a padre los ojos hundidos. Viven en Varanasi, la Acrópolis de la India. Una casa de barro y hambre. Duermen entre trapos y cartones. La niña es su báculo y su vista, su hombro y su Antígona; y espera que un día la luz vuelva a sus cuencas vacías. Pero Shiva, el dios cruel, tiene nublado el sentimiento, y se muestra implacable con las súplicas de Ganga.

El padre sigue ciego, ciego y desahuciado como Edipo en Tebas. Su hija Ganga, la Antígona de Vanarasi , quiere que la luz del alba, el agua fresca del Himalaya amanezca de nuevo encendida en los ojos del padre.

Bagmati, un primo mayor de Ganga, estudiante de enfermería en la universidad hindú, le cuenta a la niña que allá en Europa, a quien se le apaga la vista, le implantan córneas vivas de recién muertos.

Esta mañana Edipo se desespera. Ganga no acude como todas las mañanas al rickshaw, al triciclo abandonado donde el padre duerme. A trancas y barrancas se acerca al camastro de la hija. La traquetea. Ganga no se despierta. El ciego con los ojos de sus manos torpes y llorosas ve que la niña está muerta. Y exclama: ¡Cómo admiro, hija mía, tu gran abnegación!

Los parientes y vecinos transportan ahora sobre una camilla prestada el cadáver de Ganga. El padre, se apoya en el brazo de su sobrino Bagmati. Lleva la niña puesto un vestido naranja. Se dirigen a una de las piras funerarias. Antes de quemar a la niña, mojan su cuerpo en el río. La familia es pobre y no tiene rupias para comprar toda la leña que necesitan. Acabada la cremación los restos que no terminaron de arder, los tiran al Ganges, al río de la vida.

Después del ritual funerario, Bagmati acompaña a Edipo con piedad compungida, como lo hubiera hecho Antígona la hija del rey mendigo. Llegan los dos a la casa. Junto al jergón de la niña, el primo ve una esquela de su puño y letra, en la que entre otras cosas Ganga dice: una vez muerta y antes de que me icineren, que mis ojos sean para padre. Y recuerda Bagmati ahora que su prima le dijo un día: ¿entonces si yo muriera mis ojos podrían implantárselos a padre? El primo jamás sospecharía que...

El pesticida con el que la niña voluntariamente se envenenó tuvo un efecto rapídísimo. Y Ganga, como la Antígona de Sófocles, muerta de nuevo por amor filial. No le dio tiempo a la niña de darle a Bagmati el escrito para que su deseo se cumpliera.

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