Separar la palma del dorso de la mano, supondría la destrucción de la mano.(Ana Mª Schlüter. Pasos 118. Verano 2012)
Sudando a mares con velas encendidas a pleno día, va el labriego con su hato y la corvilla sobre la mula de sus sueños apagados, serones de alfalfa seca. Desde Azulada hasta la Olla Hermosa, allá donde el sentimiento y la razón tienen su guarida, hay más de tres horas, el tiempo que tarda la sangre en bombear una vida de fanegas por llamas de trigo y comadrejas.
Por fin encuentra allá a lo lejos un pino y una sombra, los dos tan abrazados, que en ellos el arriero no halla diferencia. Uno pero dos; dos pero uno. El árbol se ofrece, no para ser desmembrado como mecano por un niño inquieto, sino para acoger al peregrino. El hombre no distingue las ramas, el pie, ni el tronco, ni la procesionaria del árbol. Sólo lo contempla. Y se goza con la totalidad que le prodiga. Por eso el labriego siempre que encuentra un árbol, se para a escuchar de sus labios la sonrisa; y si tiene prisa, lo saluda con un adiós, muy buenas.
El labriego no comprende que haya hombres tan sesudos que se atrevan a decir: La sombra del árbol es un resto de su nocturno espanto.
Por eso ahora no sabe el hombre, si detenerse y descansar, o salir arreando, para que el pino no engome con su resina de manchas, de miedos y de apegos el tramo que aún le queda hasta llegar a la otra orilla.
Hasta hoy el labriego siempre que veía un pino se acercaba para ser acariciado por la ternura de sus manos frescas, por su brillo y por su sombra. Pero maldita la hora que alguien le dijo al hombre que el árbol podía ser abrigo y espantada, horca y tumba. Desde entonces anda perdido en campo abierto por un callejón sin entrada y sin salida.
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