miércoles, 11 de julio de 2012

La máquina de escribir



Julián aquel día se levantó temprano. Las siete de la mañana. Debía estar en el tajo a las ocho en punto. Todavía restregando sus párpados a la claridad del día, bajó las escaleras. Antes de atravesar el portal, miró a lo largo de la calle. Vio un seat mil cuatrocientos de color negro aparcado en la acera de enfrente. En su interior, cuatro hombres de aspecto gris y entonación grave al acecho. A esa hora de la mañana nadie en un barrio obrero anda husmeando dentro de un coche, a no ser que sea la pasma a la caza de algún incauto, o dos tortolicas, aún trasnochadoras, pelando la pava. ¿Y si fuera la policía? Los latidos del corazón de Julián se pusieron a mil por hora. Iban a por él. Y sintió en la barriga unos retorcijones como mordeduras de cocodrilo. Indeciso y sin saber que hacer, reaccionó de la peor manera.

En lugar de dirigirse a ellos, y preguntarles si deseaban algo, se revolvió de inmediato, e intentó subir las escaleras disimulando haber olvidado algo. Al huir, se delató como vulgar raterillo. Y le echaron el guante allí mismo, en el zaguán de la casa.
Somos policías, ha de venir con nosotros. Asuntos de puro trámite.
Alegaron cierta irregularidad en su deneí. Acompáñenos -le dijo el de las gafas oscuras. A empujones lo subieron al coche. Y lo sentaron en medio de ellos. Sus pistolas claveteaban sus riñones.
Será cosa de pocos minutos.
Aquellos minutos se convirtieron en tres eternos días metido en el calabozo del arco de san Juan. Una tenue luz de bombilla y una mugrienta manta atestada de pulgas. Nadie con quien hablar, totalmente incomunicado, y con un desconocimiento sobre los motivos de su detención. Aunque Julián bien sabía, que por los tiempos que corrían, podía caerle cualquier sambenito.

Los interrogatorios largos y pesados, disparatados y bipolares, iban desde el paternalismo y la fingida compasión al más cruel de los sadismos. Un agente se las daba de comprensivo y tolerante; y el otros, matón y provocador, le amenazaba con llevarlo a la Cresta del Gallo, y desde allí arrojarlo hasta la Fuensanta como un fardo monte abajo.
¿Cómo queréis que confiese, si no sé qué coño queréis?
El de las gafas negras, llevaba en ese momento la voz cantante:
Buscamos a caperucita roja, ¡no te jode!
Perdido y desconcertado Julián hasta llegó a pensar que tal vez aquellos esbirros quisieran achacarle la violación de alguna muchacha dada por desaparecida durante aquellas fechas. Los agentes tiraban de nombres, de caras. Mostraban falsos testimonios de compañeros en su contra. Desde el principio de su detención, Julián andaba muy humillado. Se dejó coger como un cobarde; un inocente mosquito atrapado por el tenue pabilo de una vela. Tenía que resarcirse. Se hizo el fuerte. No delataría a nadie. No soltaría prenda por más que lo torturaran.

De nuevo el agente de turno lo acosaba con insinuaciones macabras:
¡Tan fácil de manejar, tan ligera, tan suave! Por desgracia lo que buscamos guarda un triste recuerdo: las marcas de tus sucios dedos hundidas están por todas la superficie de su cuerpo. Y ella, ingenua, a cualquier sugerencia vuestra, a cualquier dictado, dócil como una doncella cumplía al pie de la letra vuestros requerimientos.
Pasadas las setenta y dos horas del arresto, Julián fue puesto en libertad.

Hoy después de cuarenta años, este hombre aún guarda en su casa el cuerpo del delito, aquella máquina de escribir, relicario de mordaza y represión, con la que durante la dictadura franquista se escribió parte de la historia del movimiento obrero en la región de Murcia.

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